A fines de 2005, Lula y Toledo se reunieron para inaugurar un tramo de la Interoceánica, que comunicaría a Brasil con el Pacífico. Presupuestada en 800 millones de dólares y capitaneada por Odebrecht, la carretera terminaría costando 2,3 mil millones al Tesoro peruano FOTOGRAFÍA: AP PHOTO_KAREL NAVARRO
Una trama que vale un Perú
Ascenso y caída de Odebrecht en Latinoamérica
Malu Gaspar | Edição 130, Julho 2017
Traducido por Sérgio Molina y Rubia Goldoni
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El calor y el cielo despejado típicos de enero, los turistas en la Plaza Mayor, todo parecía indicar un día como tantos en Lima, cuando el ejecutivo brasileño Mauricio Cruz, presidente de Odebrecht en el Perú, cruzaba las puertas del palacio presidencial, allí enfrente. Para ese bahiano de 43 años y hablar despacioso, el escenario era todo menos rutinario. Tras las confesiones de la constructora sobre el pago de sobornos a mandatarios de Latinoamérica y África, divulgadas hacía un mes, se habían creado grandes dificultades para que la empresa permaneciera en el país. Su misión en el palacio era la más difícil en veinte años de compañía: ablandar el ánimo del presidente del Consejo de Ministros Fernando Zavala, hombre fuerte del presidente de la República, Pedro Pablo Kuczynski. Unos días antes PPK había declarado guerra a la constructora. “Tendrán que vender todos sus proyectos. Lamentablemente tienen esa tara de la corrupción. Tienen que irse, se acabó.”
Hasta ese entonces, el presidente del Perú había sido más bien cauteloso en sus declaraciones acerca del escándalo, por eso su cambio de actitud puso en pánico a los directivos de Odebrecht. A estas alturas, salvar los negocios en el Perú era una cuestión de supervivencia. Al día siguiente de las declaraciones de PPK, Cruz había decidido contraatacar. En una entrevista a Gestión, el diario de economía y negocios más importante del Perú, afirmó que Odebrecht estaba corrigiendo sus conductas y que expulsar a la empresa del país no traería ningún beneficio al Estado: “Yo solo puedo imaginar que [lo de expulsarnos] es una intención para que no exista la colaboración y no se revele la información”. Fue un tiro al pie. “Al gobierno nadie lo amenaza”, contestó el presidente del Consejo. A pocas horas de declararlo, Zavala recibía a Cruz, que intentaba un repliegue táctico y a la vez buscaba abrir una brecha de negociación. Alegó que había ocurrido un malentendido en la entrevista, que solo había tratado de explicar que Odebrecht estaba cambiando y que si mataran la empresa, esta no podría pagar sus multas. No convenció. El presidente del Consejo fue casi amable, aunque en veinte minutos de reunión más que hablar, escuchó. Al final, cerró la cita muy seco. “Digan lo que quieran, pero para nosotros son una empresa corrupta y deben dejar el país.”
Cruz había llegado a Perú hacía menos de dos meses, y desde entonces no había tenido ni un día de tranquilidad. Ya había vivido en el país entre los años 1990 y 2000, una época en que trabajar para la constructora ayudaba a conseguir buenos préstamos en los bancos y ganar prestigio entre los amigos. Por manejar el 80% de las inversiones en obras de infraestructura del país, los directivos de la empresa encontraban siempre abiertas las puertas de los palacios de gobierno y opinaban sobre los rumbos de la economía. Pero todo esto era pasado. Cuando nos entrevistamos a fines de abril en su oficina en San Isidro, la city limeña, el presidente de Odebrecht Perú mostraba un semblante agotado. “Fuimos del cielo al infierno en treinta segundos”, resumió.
Odebrecht empezó a convertirse en “empresa non grata” en el ámbito latinoamericano el 21 de diciembre de 2016. A primeras horas del día, el sitio web del Departamento de Justicia norteamericano publicó el contenido de la delación corporativa de ejecutivos de la constructora en el ámbito del pacto de cooperación firmado simultáneamente con la fiscalía de Brasil, Estados Unidos y Suiza. En ese momento el mundo se enteró de que entre 2003 y 2014 la compañía había pagado un total de 788 millones de dólares en coimas a presidentes y otros funcionarios de alto rango de once países de Latinoamérica y África, además de Brasil, a través del así llamado Departamento de Operaciones Estructuradas, el sector de la empresa que gestionaba la corrupción. Esta suma no incluía el dinero negro destinado a campañas políticas, que según lo que luego confesaron ante la fiscalía los publicistas João Santana y Mônica Moura, elevaría esta cuenta a casi 900 millones de dólares. Se trataba de la confesión más impactante dentro del mayor “acuerdo de lenidad” (la colaboración eficaz de empresas) ya celebrado en el planeta – mayor que el de la multinacional alemana Siemens o la francesa Alstom. Para seguir operando y librarse de futuras condenas, Odebrecht pagaría una multa sin precedentes: 2,6 mil millones de dólares, a repartirse entre los tres países participantes del acuerdo. A Brasil le tocaría la parte más grande.
En el resumen de la causa dado a conocer por los norteamericanos, los hechos se relataban de forma imprecisa. Los personajes no se nombraban más que por sus puestos (Brazilian official, Odebrecht executive, Peruvian high official) y las fechas no siempre eran exactas. Con todo, los pocos detalles revelados dejaban atisbar la vastedad del poder que la constructora había amasado. En Panamá, de los 59 millones de dólares repartidos en coimas, más de 20 millones se habían pagado directamente a los hijos del expresidente de la República Ricardo Martinelli. Otros 5 millones se deslizaron en las cuentas de un expresidente de Pemex, la estatal petrolera mexicana, para que asegurara que Odebrecht ganaría una licitación pública. En Venezuela, las cuentas de dirigentes de los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro recibieron un total de 98 millones de dólares. Las campañas de los dos candidatos a la Presidencia en la última elección colombiana –incluyendo al Nobel de la Paz Juan Manuel Santos– habían sido beneficiadas por dinero de la constructora. Historias similares se habían repetido en Guatemala, Argentina, República Dominicana, Ecuador y Perú. En África, Odebrecht confesó haber pagado sobornos de 50 millones de dólares en Angola y 900 mil dólares en Mozambique.
El escándalo que estas revelaciones provocaron barrió Latinoamérica de punta a punta (en África, hubo poca o ninguna reacción). Los mandatarios de los países latinos mencionados en el informe anunciaron medidas de impacto para demostrar que no tenían nada que ver con las trampas de Odebrecht. Donde aún no se había averiguado nada alrededor de la constructora, las autoridades se apresuraron a abrir expedientes. Donde ya había investigaciones en marcha, se disparó una seguidilla de allanamientos. En Ecuador, policías uniformados al estilo de SWAT entraron encapuchados y armados en las oficinas de la empresa; en Venezuela, la policía pasó a recoger los documentos con previa cita; Panamá y Colombia suspendieron los contratos para obras en marcha e inhabilitaron a la constructora para licitar obras públicas; en República Dominicana, miles de manifestantes salieron a las calles a exigir que se expulsara a Odebrecht.
En ningún otro país, sin embargo, la reacción institucional fue tan fuerte como en el Perú. Las autoridades y la prensa ya estaban atentas a los movimientos de las constructoras brasileñas desde 2015, cuando se ventiló que el exministro José Dirceu se había acercado varias veces a Lima a cabildear contratos para Queiroz Galvão y Engevix junto al entonces presidente de la República Alan García Pérez. En esas ocasiones, Dirceu visitó a García en el palacio de gobierno, pero ambos siempre negaron rotundamente haber negociado algo ilegal. En 2014, el cambista Alberto Youssef confesó haber enviado al Perú dinero de coima de la constructora oas a través de operadores como Rafael Ângulo López, que viajaba con billetes atados al cuerpo para entregárselos a funcionarios de la Municipalidad de Lima, donde la constructora gestiona la Vía Expresa Línea Amarilla. La cobertura periodística del caso Lava Jato era intensa, y el Ministerio Público peruano había abierto expedientes para investigar el sobrecosto de obras y sospechas de soborno en diversos contratos. Pero las averiguaciones no avanzaban, y los políticos no tenían la más remota intención de ayudar.
Presionado por las denuncias, a fines de 2015 el Congreso creó la Comisión Lava Jato. En seis meses de funcionamiento, se recogieron importantes testimonios, que resultaron en una vasta cobertura periodística en la prensa escrita y televisiva. Al fin, su presidente Juan Pari produjo un documento de 650 páginas donde se detallaban irregularidades en diversas obras y planteó sospechas de desvío de recursos y lavado de dinero. Pari, sin embargo, era un diputado en primer mandato, miembro de un partido independiente y enano, lo que signó el fracaso de la comisión desde sus comienzos. Sin el apoyo de los demás miembros, el congresista se vio obligado a firmar él solo el informe. El documento ni siquiera se llegó a presentar ante el pleno, ya que en ningún momento se alcanzó el quórum para convocar una sesión extraordinaria, como mandaba el reglamento del Congreso.
Tras las revelaciones del informe norteamericano, resultaba imposible ignorar que Odebrecht, la mayor potencia empresarial extranjera en el Perú, había exportado al país no solo servicios y obras, sino también su modus operandi. Durante los gobiernos de Alejandro Toledo (2001-2006), Alan García (2006-2011) y Ollanta Humala (2011-2016), se repartieron, por lo bajo, 29 millones de dólares en coimas. El informe mencionaba un soborno de 20 millones de dólares a cambio de la victoria en la licitación de un proyecto de infraestructura en 2005 –que solo podía tratarse de la autopista Interoceánica, niña de los ojos de Alejandro Toledo, licitada en 814 millones de dólares y finalizada en más de 2 mil millones–. En otra parte, el documento mencionaba un soborno de 1,4 millón de dólares en 2009 por la victoria en otra licitación en el área de transportes –evidentemente el metro de Lima, obra símbolo del presidente Alan García, contratada por 410 millones de dólares y terminada a un costo de 520 millones–.
De ahí en adelante, los hechos se precipitaron como en una serie de televisión vista en fast forward. A principios de enero, se instaló en el Congreso una nueva Comisión Lava Jato. El Ministerio Público local reunió a un grupo de investigadores que se hizo cargo del caso y muy pronto desplegó una serie de registros, allanamientos y prisiones. Hasta el expresidente Alejandro Toledo tuvo su prisión decretada –estaba en Estados Unidos y no se movió de allí, lo que lo convirtió oficialmente en prófugo–. El gobierno promulgó un decreto de urgencia prohibiendo que empresas condenadas por delitos de corrupción firmen contratos con el Estado. Sin acceso a créditos y, por lo tanto, sin capital para saldar los bonos de infraestructura del Gasoducto del Sur, su obra más grande en el Perú en marcha en ese entonces, Odebrecht perdió la concesión. Acto seguido, el gobierno ejecutó las garantías ofrecidas por la empresa a la firma del contrato –262 millones de dólares, un récord en el país–. Otro decreto, que la prensa llamó “Decreto Odebrecht”, prohibió que compañías que hubieran confesado la práctica de corrupción vendieran activos, firmaran nuevos contratos con el Estado o expatriaran capital, y determinó que el veto solo se podrá levantar mediante un acuerdo de colaboración eficaz. Por fin, el gobierno incautó 40 millones de dólares que la constructora mantenía en bancos locales, para asegurarse de que no faltara dinero a la hora de pagar sus multas. De aplicarse todas estas medidas, se sellaría el fin de las actividades de la constructora en el Perú.
En la sede de Odebrecht en San Pablo, las noticias fueron recibidas con desolación y perplejidad: semejante situación no se había previsto ni en los peores escenarios imaginados para el momento post-confesión. Además, todo este proceso malograba cualquier intento de planificación. Primero, porque la constructora nunca se había planteado confesar sus delitos fuera de Brasil. Pero los procuradores de Lava Jato fueron terminantes: si no abriera la caja negra de sus operaciones en el exterior, no habría acuerdo. La empresa se resistió cuanto pudo, pero, sin alternativa, terminó por ceder. En contrapartida, obtuvo del Ministerio Público brasileño el compromiso de que las informaciones se mantendrían bajo secreto de sumario durante seis meses, para que tuviera tiempo de negociar acuerdos de colaboración específicos con cada país (este plazo terminó el 1º de junio, pero el secreto de sumario sigue vigente para los países que aún no han firmado acuerdos con Odebrecht).
En Estados Unidos, sin embargo, la empresa no contó con tanta benevolencia por parte de las autoridades: los fiscales norteamericanos no estuvieron de acuerdo con la cláusula del secreto. Decidieron publicar el contenido del acuerdo en cuanto se firmara, y comunicaron la decisión a los abogados de Odebrecht tres días antes de arrojar la confesión al ventilador. El tiempo justo de trasladar a los principales ejecutivos de América Latina de vuelta a Brasil para evitar que fueran detenidos. Algunos ya habían viajado para las fiestas de fin de año; otros trataron de darse prisa, llevándose a la familia y todo lo que fuera necesario para una larga temporada.
El golpe sufrido en Perú resultaba muy preocupante, porque este país era una pieza clave en la estrategia que el grupo Odebrecht que había trazado para sobrevivir a la tormenta financiera desencadenada por la operación Lava Jato. Con una deuda de 40 mil millones de dólares y sin acceso a nuevos contratos en Brasil, la constructora necesitaba urgentemente de dinero para terminar las obras en marcha y así cobrar sus pagos pendientes. Perú representaba una de las más importantes fuentes de ingresos de la compañía en todo el mundo, además de concentrar los activos más valiosos fuera de Brasil: carreteras, usinas hidroeléctricas, proyectos de irrigación y de saneamiento estimados en 2,5 mil millones de dólares –prácticamente la mitad de todo qué la compañía esperaba facturar para saldar deudas y sostener sus operaciones–. La reacción del gobierno peruano había sepultado aquel plan. A muchos ejecutivos de la empresa les parecía el principio del fin.
La primera obra de Odebrecht fuera de Brasil se empezó a construir en Perú en 1979. Levantada en las faldas del volcán Misti, a 3 600 metros de altitud, sometida a frecuentes temblores de tierra, la hidroeléctrica Charcani V abrió camino a otros proyectos en Latinoamérica. Cinco años más tarde, Odebrecht daba sus primeros pasos en Angola, arrasada por la guerra civil. La internacionalización fue una de las estrategias de la constructora para esquivarse de los choques financieros y del estancamiento económico que desplomaron la demanda por servicios en Brasil a fines de los años 70 y comienzos de los 80. Con su actuación agresiva, proponiendo a menudo un proyecto con su financiación ya apuntalada, Odebrecht muy pronto se convirtió en una multinacional de infraestructura. En diez años, las operaciones fuera de Brasil ya había alcanzado el 22% de su facturación total. A principios de la década de los 90, cuando asumió la presidencia del grupo en lugar de su padre Norberto, Emílio Odebrecht declaraba a la revista Exame que el éxito de la estrategia se debía a haber elegido el Tercer Mundo como principal nicho de mercado: “Tenemos capacidad para competir con las empresas extranjeras porque ya estamos habituados a actuar en condiciones difíciles.”
La verdad es que a pesar de haber hecho sus incursiones en Europa, con obras en Portugal, Inglaterra y Alemania, y de haber actuado también en Irak, el único país desarrollado en que Odebrecht alcanzaría éxito sería Estados Unidos, donde realizó obras importantes, como la modernización del aeropuerto de Miami. Aunque en la práctica el país resultaba más bien una vitrina que una fuente de ingresos. Según lo que resumió un exejecutivo de la empresa, “la competencia en el mercado norteamericano era tan fuerte que las ganancias, cuando las había, eran mínimas. Dinero, lo que se dice dinero, siempre se ganó en América Latina y África”.
En esos países era indispensable mantener una relación privilegiada con la elite política local. La filosofía del grupo, plasmada en un documento intitulado Tecnología Empresarial Odebrecht, o teo, determina que no se deben escatimar esfuerzos para mantener al cliente satisfecho –y para Odebrecht, el cliente no es el Estado ni la sociedad, sino el gobernante de turno–. Coimas y donaciones a campañas políticas forman parte del combo, pero había que hacer más, ya que dinero tampoco le faltaba a la competencia. Cuanto más cerca del núcleo duro del poder, más fácil resultaría acceder a las informaciones sensibles e influir en la toma de decisiones. Algunos cuadros de Odebrecht fueron tan hábiles en estos cabildeos que fueron alzados a consejeros de presidentes de la República. Fue lo ocurrió en el caso del expresidente de la compañía en Venezuela, Euzenando Azevedo, que Chávez consultaba siempre que debía tomar decisiones difíciles. En Ecuador, el presidente llegó a invitar a uno de los representantes de la empresa para integrar su ministerio.
Solo tras la eclosión del escándalo brasileño alrededor del esquema de sobrecosto y reparto de coimas armado desde Petrobras –el famoso petrolão– y tras instalarse el frente de investigaciones sobre el maremágnum de delitos relacionados –la operación Lava Jato–, se empezó a conocer en qué consistía el diferencial de Odebrecht ante las constructoras de otros países. Unos documentos aportados a la Comisión Parlamentaria de Investigación sobre Petrobras por una secretaria que, en los años 80, había trabajado en el departamento financiero de la constructora en Salvador de Bahía, muestran que ya desde esa época Odebrecht les forraba los bolsillos a políticos, empleados del Estado y lobistas no solo en Brasil, sino también en el exterior. Parte de estos papeles –recibos de transferencia de dinero a bancos en Suiza y en Estados Unidos–muestra la frecuencia en que se pagaban unos cuantos cientos de miles de dólares a contactos en Perú, Angola y Ecuador. En medio de alias como Borracho, Chino o Pistolero (ya entonces se usaban los criptónimos curiosos), había uno que llamaba la atención: Cuellazo, referido al tío del entonces presidente Alan García, que ocupaba la Presidencia de una estatal de energía eléctrica.
El empeño de Odebrecht por reforzar sus posiciones en Latinoamérica se renovó a comienzos de los años 2000, cuando las economías de la región, saneadas por una tanda de gobiernos que se guiaban por políticas de ajuste fiscal, empezaron a salir del letargo. Durante esa década, el alza de commodities engordaría el Tesoro de estos países, que en general dependen mucho de la exportación de petróleo y minerales. Con dinero en caja, los gobernantes se lanzaron a poner en marcha grandes obras de infraestructura.
En Perú, la era de las megaobras se inauguró con la Carretera Interoceánica, o Ruta del Pacífico, que empezó construirse en 2005. Con 2 600 kilómetros de largo, comunicaría el pueblo de Assis Brasil, en el estado brasileño de Acre, a Iñapari, en la costa sur del Perú. Desde el punto de vista del gobierno brasileño, su mayor ventaja era abrir una vía de salida al Pacífico para sus productos nacionales, sobre todo la soja. Para el Perú, podría impulsar la integración con las principales capitales de Brasil y el desarrollo algunas de las zonas más pobres del país, comunicando a productores de tierra adentro con puertos marítimos. Para el presidente Alejandro Toledo, la Interoceánica representaba antes que nada una oportunidad de redención política.
Descendente de indios quechua, hijo de una doméstica y de un albañil que vivían en el interior del país, Toledo logró escapar de la pobreza y realizó sus estudios en Estados Unidos, donde llegó a economista del Banco Mundial. Fue elegido presidente en 2001, con una agenda de recuperación de la economía y de combate a la corrupción – todavía estaban frescos en la memoria de la gente los vídeos que mostraban al jefe del Servicio de Inteligencia de Alberto Fujimori, Vladimiro Montesinos, recibiendo maletas de dinero de empresarios. Tras los primeros años de su presidencia, a pesar de que la economía se recuperaba, la pobreza y el desempleo seguían en alza, a la vez que menudeaban los escándalos de corrupción involucrando a miembros del gobierno y de la familia del presidente. Los índices de aprobación popular de Toledo eran ínfimos, y en 2004 decidió apostar por la Interoceánica para recuperarse políticamente. Su meta era tener la carretera lista en dos años, antes de terminar su mandato. Por las dimensiones de la obra, era algo del todo imposible, pero esto no parecía preocupar a Toledo.
La Interoceánica era uno de los proyectos nacionales que durante décadas habían frecuentado la lista de promesas de los gobernantes peruanos. La noticia de que al fin se convertiría en realidad halagó a la opinión pública, salvo un pequeño grupo de políticos y especialistas en transportes que la consideraban sobredimensionada para las necesidades del país. El más aguerrido de estos críticos había sido el viceministro de Transportes de Toledo, Gustavo Guerra García, conocido en su círculo como ggg.
Economista y exconsultor del Banco Interamericano de Desarrollo, el bid, Guerra García había participado de la elaboración del primer plan de concesión de carreteras del país –el Plan Intermodal de Transportes–, que no ponía a la Interoceánica como prioridad. Dejó el gobierno en 2002, por divergencias políticas entre su partido y el presidente. Desde hace doce años viene reiterando en artículos y entrevistas los daños al Estado que han resultado de las decisiones alrededor la carretera. Fervoroso nacionalista y amante de las estadísticas, ggg es capaz de pasarse horas hablando de la Interoceánica. A fines de abril, almorzamos cerca de su oficina limeña, en la city de San Isidro.
“Sobrecosto y sobredimensionamiento son dos cosas muy distintas. En Perú las obras con sobrecostos se cuentan a montones. Pero este caso fue diferente, porque el proyecto se concibió para atender a una demanda que nunca existió”, explicó Guerra García. Entre los beneficios que Odebrecht alegó para justificar el alto costo de la obra figuraba un presunto incremento de la producción y la rentabilidad agrícolas, algo imposible de lograrse en la región que cortaría la carretera –en las proyecciones aportadas por la constructora, el área cultivada en el país se multiplicaría por cinco–. Según ggg, el pecado original de Toledo fue haber excluido la autopista del sistema de monitoreo de obras públicas implantado por su propio gobierno. “Al no subordinársela al sistema y no sometérsela a un análisis más detallado, la licitación se pudo hacer en volandas, como quería el presidente. Con ello, las grandes constructoras internacionales, que no tenían sede en Perú, no tuvieron cómo postularse al concurso. Y como los contratos se repartieron en grandes tramos, las constructoras peruanas, mucho más chicas, también quedaron fuera”, dijo.
El gobierno tampoco elaboró un proyecto ejecutivo detallando los parámetros de la obra: confió la tarea a las propias constructoras. Por eso, aunque el contrato estimara el costo total de en 814 millones de dólares, albergaba una cláusula que permitía que el precio final se fuera alterando a medida que avanzaban los trabajos. “En la práctica, era una licitación sin precio. He trabajado durante veinte años como consultor del bid en todos los países de Sudamérica y jamás había visto semejante cosa”, dijo ggg. Bajo estas condiciones de plazo, precio y riesgo, solo las gigantes brasileñas estarían en condiciones de participar del proyecto. Esto se confirmó tras el cierre de la licitación: el consorcio de Odebrecht obtuvo contratos para dos tramos de la carretera; el tercero quedó a cargo de otro consorcio formado por las también brasileñas Andrade Gutierrez, Camargo Corrêa y Queiroz Galvão.
En su cruzada de oposición a la Interoceánica, García trató de movilizar a las constructoras locales en una campaña contra el dominio de las gigantes brasileñas. Defendía que la licitación se segmentara en más tramos cortos, lo que permitiría que las peruanas también participaran. “Era una indignidad que una obra de integración entre Perú y Brasil, que costaría lo equivalente a cinco años del presupuesto total del Ministerio de Transportes, se entregara exclusivamente a las compañías brasileñas. Yo pensaba: ¿somos idiotas o qué? Pero cuando lo decía, todos miraban al techo”, recordó ggg, dando enseguida su explicación para el fenómeno: “Odebrecht incluyó en sus consorcios a las principales constructoras peruanas y les cedió un porcentaje sobre todos los contratos. Aunque su parte en el pastel fuera relativamente pequeña, ganarían tres veces más que lo habitual. Odebrecht cohechó y neutralizó a la competencia local y así se adueñó de todo el mercado”.
Las constructoras brasileñas fueron el sector que más se benefició con la política externa bajo la presidencia de Lula da Silva, que pretendía convertir a Brasil en potencia geopolítica. En los ocho años de su doble mandato se crearon 77 puestos diplomáticos, la mayoría en países del Tercer Mundo, y se incrementó agresivamente la financiación de obras y servicios en el exterior. Entre 2003 y 2015, el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (bndes) concedió un total de 14 mil millones de dólares en préstamos de bajo costo para 575 proyectos en once países de África y Latinoamérica –y a Odebrecht le cupo un abrumador 82% de todo el capital liberado en los últimos diez años–. Como explica el periodista Fábio Zanini en su libro Euforia e Fracasso do Brasil Grande, “la estrategia internacional dejó de ser un ámbito exclusivo de expertos, y por tanto de interés restringido, para convertirse en pieza clave de un nuevo proyecto de poder. Pocas veces la diplomacia se puso tan patentemente al servicio de una plataforma política”.
Al preparar sus viajes al exterior, Lula solía recibir un memorando de Odebrecht en que se relacionaban los intereses de la compañía en los países que el presidente visitaría y se sugerían los asuntos que debería abordar. Algunas de estas listas las encontró la Policía Federal en la computadora de la secretaria personal de Marcelo Odebrecht, en los allanamientos en la sede de la constructora. En 2008, por ejemplo, se produjo un documento dirigido al equipo de Lula relacionado a una licitación pública para la construcción de una usina hidroeléctrica. “Convendría que el presidente Lula reforzara junto a la presidenta Cristina [Kirchner] su confianza en Odebrecht”, dice el presidente del grupo en su correo. En sus declaraciones ante los procuradores de Lava Jato en Brasil, el director de Relaciones Institucionales Alexandrino Alencar reconoció que la compañía usaba a Lula como propagandista. “Era una tarjeta de visitas muy importante, para que el presidente del país que Lula visitaba supiera que tenía una relación especial con el grupo”, explicó Alencar en su delación. Mientras escribía este reportaje, más de una vez escuché de ejecutivos de Odebrecht que a Lula también le impresionaba la importancia de la empresa en el exterior. “Solía relatar que, en muchos países que visitaba, el primero que lo recibía en la puerta del avión no era el embajador o algún miembro del gobierno, sino un ejecutivo de Odebrecht.”
A comienzos de septiembre de 2005, Lula se reunió con Toledo y el presidente de Bolivia Eduardo Rodríguez para inaugurar las obras de la Interoceánica en Puerto Maldonado, junto a la frontera de Brasil con Perú. Tras desfilar por las calles en coche abierto, los mandatarios subieron a la tribuna de honor. En su discurso, Lula se apropió de la autoría del proyecto de Interoceánica y dijo que la idea de construir la carretera había surgido de una charla entre él y el presidente peruano. “Estamos dando aquí una demostración de que, si un político es serio, sus palabras van en serio y se convierten en realidad”, dijo el brasileño. Toledo retribuyó el comentario con un halago al colega, que a la época estaba en el centro de la crisis del mensalão. “A ti, amigo presidente Lula, por experiencia propia te digo: coraje, no le tengas miedo a las piedras en el camino, porque ladran, Sancho, carreteras estamos haciendo”, dijo, parafraseando una cita apócrifa del Quijote.
El trasfondo de lo que ocurría en el continente en aquellos años de prosperidad solo se empezó conocer con la colaboración eficaz de los ejecutivos de Odebrecht. Los secretos peruanos que trascendieron en la operación Lava Jato estaban bajo custodia del presidente de la constructora en aquel país, Jorge Barata, de 53 años. En Perú desde hacía casi dos décadas, Barata había llegado a ser un miembro respetado de la elite local, director y consejero de una docena de asociaciones empresariales, instituciones filantrópicas, entidades culturales y ong. Al ver que el escándalo ya golpeaba su puerta, decidió adelantarse. A comienzos de noviembre de 2016, mientras sus colegas brasileños arreglaban los detalles de la colaboración eficaz, Barata empezó a cantar, como quien dice. Con él, otros seis empleados de la subsidiaria local se sumaron a la causa. En una confesión de ocho capítulos, el ejecutivo pinta un panorama completo de la corrupción local, desde el punto de vista de Odebrecht. Cuando se lo compara a todo lo que se estaba ventilando en Brasil, las tramas casi parecían cosa de aficionados, y las sumas mencionadas irrisorias. Una de ellas, sin embargo, asombraría incluso a un brasileño curtido por tantos casos de Lava Jato.
A comienzos de 2004, Barata recibió en su oficina al israelí Avraham (Avi) Dan On, jefe de seguridad del presidente de la República. Todos sabían que era lugarteniente de Josef Maiman, uno de los más fuertes empresarios de Israel, cónsul honorario del Perú en Tel Aviv desde hacía décadas y amigo íntimo de Alejandro Toledo. Dan On le dijo a Barata que su grupo estaba interesado en asociarse a Odebrecht para las obras de la Carretera Interoceánica y quería negociar esa participación. Barata accedió, pero las tratativas no prosperaron. Unos meses más tarde, a mediados de 2004, ya con la licitación en curso, Dan On y dos ejecutivos del grupo de Maiman volvieron a acercarse a Barata para decirle que podrían asegurar la victoria de Odebrecht a cambio de 35 millones de dólares. Barata consideró la coima demasiado cara, pero sabía que era sumamente importante entenderse con los israelíes: podrían presionar a Toledo para que mantuviera los plazos justos que se habían fijado en las bases, lo que daría la victoria a Odebrecht. Buscó el consejo de Marcelo Odebrecht, que lo orientó a enredar a sus interlocutores para sólo pagarles cuando ya hubieran ganado la licitación y firmado los contratos de la obra.
Pero los aspirantes a socios de la constructora tenían otros planes. A comienzos de noviembre de 2004, siete meses antes de concluirse el proceso licitatorio, los israelíes se citaron con Barata en Rio de Janeiro, durante una cumbre de jefes de Estado latinoamericanos. La reunión ocurrió al final de una de las mañanas de la cumbre, en la suite presidencial del Hotel Marriott, sobre la playa de Copacabana. El apartamento había sido alquilado por Maiman, que no estaba presente al comienzo de la entrevista de Barata y dos empleados. Cuando la negociación tocaba su momento más delicado –los israelíes reclamando los 35 millones y Barata tratando de regatear–, Maiman entró en la habitación en compañía del presidente de la República en persona. Tras breves saludos, el dúo se acomodó en un par de sillones a pocos metros, simulando conversar pero muy atentos a lo que se negociaba. Tenerlo a Toledo arrellanado allí a un paso funcionó como un elemento de presión insoslayable. Sin resistirse más, el representante de Odebrecht accedió a pagar los 35 millones de dólares, saludó a todos (incluso a Toledo) y se marchó. Luego se depositarían 20 millones de dólares en cuentas de Maiman en el exterior. Los demás 15 millones al fin no se pagaron, en parte porque la constructora alegó dificultades de caja, pero también porque Toledo estaba en fin de mandato y ya de a poco iba perdiendo influencia sobre la máquina estatal. Durante su gobierno, Odebrecht firmó contratos que ascendieron a 1,2 mil millones de dólares, la mayoría referentes a la Interoceánica.
Pero la gigante brasileña no pagó ella sola esa cuenta. Según el relato de Barata al MP, los propietarios de las constructoras peruanas que se sumaron al consorcio de la Interoceánica, fueron informados sobre el acuerdo y al final de cada año aportaron su parte en la coima. El valor se descontaba de los dividendos anuales y se registraba en los balances del consorcio bajo el rubro de “riesgo extra” asumido por Odebrecht en nombre de las demás empresas. Esta información serviría de base para futuras demandas contra las socias locales de Odebrecht, que al principio no estaban en la mira de las investigaciones.
Entre los mandatarios peruanos, sin embargo, el más cercano a Odebrecht no fue Alejandro Toledo, sino su sucesor, Alan García. Si hay un político en Perú que merecería de la constructora el criptónimo de “Amigo”, como Lula en Brasil, seguramente sería él. García había gobernado el país entre 1985 y 1990, cuando se terminaron las obras de la hidroeléctrica de Charcani V y del megaproyecto de irrigación de Chavimochic, que llevó agua a una zona muy árida al norte del país. Exalumno de Celso Furtado en la Sorbona, visto al principio como un intelectual lleno de vitalidad, García asumió la presidencia por primera vez a los 36 años, con la promesa de levantar el país, arrasado por el terrorismo del grupo guerrillero Sendero Luminoso. Pero su gestión, que resultó ultranacionalista, signada por intervenciones en empresas privadas y bancos, terminó por desencadenar un acentuado proceso inflacionario. Acusado en varias ocasiones de enriquecimiento ilícito, concluyó su gobierno con la etiqueta de corrupto e incompetente, y luego estuvo unos cuantos años viviendo en Europa, en una suerte de exilio voluntario. Sin embargo nunca abandonó la política y logró que su partido, la Alianza Popular Revolucionaria Americana, Apra, se consolidara como una de las principales fuerzas del Perú.
En 2006 García regresó al gobierno. Decía que había aprendido con el fracaso de la primera gestión y prometía implementar una agenda liberal. Una vez alzado al poder, estrechó las relaciones con empresarios, impulsó grandes proyectos de minería e infraestructura e logró que la economía creciera entre 7% y 9% al año. Carismático y muy a gusto en el figurín populista, nunca se perdía la oportunidad de, a cada inauguración de una obra de Odebrecht, presentarse en los asados de los obreros y dejarse fotografiar vestido con el mono de la constructora. En 2006, al recibir por primera vez a Marcelo Odebrecht en el palacio de gobierno, presentó al empresario a los periodistas: “Yo saludo a nuestro amigo Marcelo Odebrecht, a cuyo padre tuve ocasión de conocer cuando inauguramos la primera etapa de Chavimochic allá en 1990, y cuyo abuelo, fundador de la empresa, todavía sigue al frente corporativo de la empresa, don Norberto Odebrecht, que es una figura emblemática.”
En el segundo gobierno García, Odebrecht vivió su época de oro en el Perú. Acaparó 2 mil millones de dólares en contratos para ejecución de obras y concesiones de proyectos de irrigación, saneamiento y producción de energía. Entre todos el más importante fue el del metro de Lima, un proyecto clave de la gestión García. La licitación, que Odebrecht ganó en 2009, les rindió a funcionarios de segundo nivel del gobierno unos 7 millones de dólares en coimas, que se entregaron en dos etapas. Según Jorge Barata, este dinero se repartió entre miembros de la comisión de licitación y el viceministro de Comunicaciones, Jorge Cuba. Barata era amigo personal de García y solía viajar con el presidente a cada inauguración y visitarlo en el palacio del gobierno. El ejecutivo, sin embargo, aseguró ante el MP peruano que los dos jamás tocaron el tema de las coimas.
En uno de los puntos más altos de Lima, sobre un cerro conocido como Morro Solar, una estatua de 37 metros de alto se destaca en el paisaje. Bautizada como Cristo del Pacífico, parece contemplar el océano, un grupo de edificios de clase media junto a la costa y un inmenso barrio popular que se extiende tierra adentro. Plantado en una explanada de arena y ladeado de unos cuantos bancos de cemento rotos, es un vestigio de un ambicioso plan de reurbanización de esa zona de la ciudad. En 2011, Alan García convocó a un grupo de empresarios que por entonces financiaba la construcción del Teatro Nacional de Lima. El presidente creía que la capital necesitaba un símbolo y quería que fuera igual al Redentor de Rio de Janeiro. Barata al frente, los empresarios encargaron a un arquitecto un proyecto que preveía la instalación al pie del Cristo de una plaza con feria de comidas y artesanías, además de un teleférico que comunicaría la ciudad con la cima del cerro. Todo con vistas a convertir el lugar en atracción turística.
En cuanto se la dio a conocer, la iniciativa recibió fuertes críticas de la oposición y la prensa. Temiendo la repercusión negativa, los empresarios abandonaron el proyecto –era el último año del mandato de García y seguir apoyándolo no aportaría ningún dividendo político que justificara semejante desgaste. Barata, sin embargo, mantuvo su compromiso y empeñó 1 millón de dólares en la construcción del monumento, que fue ejecutado en Bahia por el artista plástico Tatti Moreno. La inauguración del Cristo se celebró con gran pompa, entre fuegos artificiales. Y muy pronto la gente le puso al Corcovado limeño el apodo de “Gordo Vago”, en alusión a la silueta de García.
Cuando el escándalo de Odebrecht cundió por el país, hubo quien sugiriera devolver el Gordo Vago a Brasil. Pero al fin allí quedó, abandonado en lo alto del cerro. La mañana soleada en que lo visité, me encontré con un grupo de señoras que recién llegaban, trasladadas desde un pueblo de los alrededores en un minibús de la municipalidad. Es una pena que un monumento tan bonito esté tan dejado, decían. ¿Sabían que el Cristo había sido un regalo Odebrecht? “Un regalo como este no se da así nomás”, dijo una más enfática. “Seguro que fue a cambio de algo más gordo”, comentó otra, antes de embarcarse de vuelta.
Ollanta Humala, el tercer presidente peruano mencionado en la delación de Odebrecht, entró en la historia de la mano de Lula. Hasta las vísperas de la primera vuelta de las elecciones de 2011, era un candidato casi insignificante. Las encuestas lo daban en cuarto lugar, detrás de Alejandro Toledo, Pedro Pablo Kuczynski y Keiko Fujimori. En agosto de 2010, Jorge Barata había recibido un llamado de Marcelo Odebrecht que lo sorprendió. El jefe le ordenaba inyectar 3 millones de dólares en la campaña de Humala. Por estar familiarizado con la política peruana, a Barata le pareció una temeridad. Las posibilidades de victoria del candidato parecían remotas, y por otra parte, en la hipótesis improbable de que llegara a presidente, Humala –un exteniente-coronel y estatista fervoroso– podría querer nacionalizar los activos de la constructora. El ejecutivo prefería a Keiko Fujimori, hija del exdictador Alberto Fujimori, preso por corrupción desde 2005. Marcelo Odebrecht, sin embargo, aclaró que el donativo era un pedido personal de Lula –y el dinero saldría, como después se supo, de la cuenta reservada al expresidente en el sector de coimas de la constructora–. Barata obedeció. Tras ganar las elecciones, Humala fue agasajado por Odebrecht en una cena en su casa, en San Pablo. El presidente peruano y su esposa Nadine Heredia fueron a agradecer la ayuda recibida, como el propio anfitrión declararía ante el Ministerio Público.
El Departamento de Operaciones Estructuradas enviaba el dinero que se destinaba al candidato de Lula a la oficina de Odebrecht en Lima. A cada remesa, Barata llevaba él mismo los billetes en una maleta a un departamento que funcionaba como cuartel general de campaña, en Miraflores, y allí el ejecutivo se la entregaba a la futura primera dama. Cerca de 1,5 millón de dólares entró así, por manos de Barata, en la campaña de Humala. Otro 1,5 millón de dólares se depositó en cuentas bancarias indicadas por los publicistas del candidato –Luis Favre y Valdemir Garreta, conocidos personajes de la política brasileña–.
Antes de incursionar en el marketing político, Garreta se había desempeñado como secretario de Comunicación de Marta Suplicy en la Alcaldía de San Pablo y como miembro de la Mesa Ejecutiva Nacional del Partido de los Trabajadores. Favre había estado casado con la alcaldesa, hasta separarse en 2009. Luego el dúo Favre & Garreta había colaborado en varias campañas del PT a lo largo y ancho de Brasil, incluso junto a João Santana –que había sido la primera opción de Humala, pero había declinado la invitación–. El primer desafío de los marketeros fue suavizar la imagen del candidato, visto por muchos como radical; echaron mano del recurso ya probado en las presidenciales brasileñas de 2002, y ofrecieron a los electores un “Humala paz y amor”, plasmado a la imagen de Lula. De a poco, su clon peruano repuntó por encima de los demás, pasó raspando a la segunda vuelta y al fin logró superar a Keiko Fujimori con apretados 51% de los sufragios.
Tras la victoria, Garreta & Favre fueron invitados a hacerse cargo de varias otras campañas en el Perú. Su primer cliente fue la alcaldesa de Lima Susana Villarán, que había apoyado al presidente y en 2013 enfrentaba una consulta popular de revocatoria, cuyo resultado podría separarla de su cargo. Según lo que Barata relató en su delación, Garreta volvió a buscarlo para pedirle dinero, pero ahora sin pasar por Lula o Marcelo Odebrecht. Aunque Villarán había sido electa con un discurso inflamado contra la relación de Odebrecht con Alan García, la constructora reconocía en la alcaldesa una líder emergente y tenía buenas y concretas razones para cohecharla –entre ellas, Rutas de Lima, una administradora de autopistas con peajes bastantes rentables en la capital peruana–. Barata prometió el dinero y, pocos días después, la alcaldesa en persona le llamó para agradecérselo. En esa campaña, Odebrecht empeñó otros 3 millones de dólares, de los cuales 2 millones se pagaron a Favre & Garreta a través del departamento de sobornos. Otro millón se entregó en contado rabioso a un lugarteniente de la alcaldesa –el gerente municipal José Miguel Castro–. Villarán resultó ganadora en la consulta y pudo permanecer en su cargo.
El dúo de publicistas también prestó sus servicios a otro político que figura en la hoja de pagos de Odebrecht: Félix Moreno, gobernador regional de Callao, en la región metropolitana de Lima. Moreno había favorecido a Odebrecht en la licitación para las obras de una vía expresa junto a la costa, presupuestada en 145 millones de dólares. Según lo pactado, le cabía cobrar una coima de 4 millones de dólares, de los cuales poco más de 2 millones en pagos a Favre & Garreta. El dinero se entregó en maletas, en cinco cuotas de 400 mil dólares. Moreno fue detenido a principios de abril y excarcelado en junio, por orden de una corte de apelaciones. Garreta y Favre niegan haber cobrado cualquier suma que no correspondiera al pago de sus servicios en campañas políticas.
La trayectoria ascendente del dúo solo se frenó en las elecciones de 2016, cuando se embarcaron en la campaña de Pedro Pablo Kuczynski (que saldría victorioso). Abandonaron la campaña tras 45 días, después que el candidato se negó a pagar los 5 millones que habían pedido por sus servicios. PPK los sustituyó por otro publicista brasileño, Renato Pereira, que había descollado en las campañas de Sérgio Cabral y su sucesor Luiz Fernando Pezão al gobierno de Rio de Janeiro. Pereira hoy también integra la lista de los investigados.
En el capítulo de la Operación Lava Jato reservado a los marketeros, sin embargo, Favre & Garreta no son más que actores secundarios. En este rubro no hubo en Latinoamérica quien pudiera hacerles sombra a João Santana y Mônica Moura, su esposa y socia. Pieza clave en las campañas victoriosas de Lula y Dilma, Santana se convirtió en figura codiciada por todo político latinoamericano que pretendiera volar más alto. Las disputas por su pase crearon una demanda que no se daba abasto de atender. En estas circunstancias Lula empezó a actuar como una suerte de intermediario, al que los políticos recurrían para pedirle que convenciera al publicista oficial del PT a acceder a sus ruegos. Entre 2009 y 2014, la firma de Santana y Moura se hizo cargo de cinco campañas en el exterior: en El Salvador, Venezuela, República Dominicana y Panamá, en Latinoamérica, y Angola, en África. Según lo que la pareja relató al Ministerio Público, solo la dominicana no la habían asumido a petición del expresidente. Mônica Moura aclaró además que, salvo esta, todas las demás las había pagado Odebrecht. Y en el caso de Panamá, habían aceptado el encargo por insistencia directa de la constructora, que incluso había negociado el valor de sus honorarios. Lula, que no tenía afinidades ideológicas con el candidato del presidente panameño Ricardo Martinelli, se limitó a reforzar el cabildeo a instancias de Emílio Odebrecht. Para el petista, lo más importante era que Santana lograra alzar a Mauricio Funes a la Presidencia de El Salvador, y sobre todo mantenerlo a Hugo Chávez en la de Venezuela.
En 2011, a petición de Lula, Santana desembarcaba en Caracas. En compañía de los exministros José Dirceu y Franklin Martins, había viajado a Venezuela en un avión de la constructora Andrade Gutierrez. El terceto iba a negociar con Nicolás Maduro los valores de la campaña de Chávez para su tercera reelección. El publicista envidó fuerte: pidió de entrada 35 millones de dólares, una suma que jamás había cobrado en campañas fuera de Brasil, al menos de sus clientes latinoamericanos. Maduro no regateó, pero tampoco pagó lo acordado. Mônica Moura, que se ocupaba de la contabilidad, calculó que al fin cobraron unos 20 millones de dólares, todo en dinero negro. Más de la mitad, 11 millones para más exactitud, los recibió de manos de Maduro, a la época canciller y hoy presidente de la República.
Moura declaró al grupo de trabajo de Lava Jato que, aterrada ante la idea de moverse por las calles de Caracas acarreando tanto dinero, había contratado a un equipo de guardaespaldas para que la acompañaran permanentemente en sus trámites. Solo prescindía de sus servicios cuando se dirigía al Palacio de Miraflores, sede del gobierno, o al Ministerio de Relaciones Exteriores. En estas ocasiones, era escoltada por hombres de Maduro. “Pasaban a buscarme en su coche blindado, un cochazo negro, como esas camionetas de rapper americano, o de cantor de funk, qué sé yo, siempre con otros dos coches, uno delante y otro atrás. Me llevaban a la cancillería y entrábamos por el garaje, los guardaespaldas me acompañaban hasta la puerta de su despacho y yo me quedaba ahí esperando. Luego me hacía pasar, charlaba un poco, un parloteo ñoño sobre política, y por fin me entregaba el dinero. Siempre él en persona. Nunca mandaba que otro me lo entregara. Luego bajaba de vuelta al garaje con los guardaespaldas y me devolvían al hotel.” Por esa época, la publicista llegó a transportar 800 mil dólares en un solo viaje. Además del dinero que Maduro les estregaba, la pareja recibió otros 7 millones de dólares de Odebrecht y 2 millones de Andrade Gutierrez.
Los valores que Odebrecht repartía por el mundo son bastante modestos cuando se los compara con las cifras que la compañía manejaba en Brasil. La única excepción es Angola, donde la constructora le pagó 50 millones de dólares a João Santana por la campaña del eterno presidente José Eduardo dos Santos. Semejante suma no está muy por debajo de lo que la empresa inyectó en la campaña del PT en 2014, o con el total que había desembolsado en las elecciones anteriores de Lula y Dilma –algo alrededor de 55 y 150 millones de dólares respectivamente. Si se incluyen las donaciones en negro de otras empresas –como la gigante cárnica jbs, cuyos directivos recién confesaron haber aportado alrededor de 50 millones de dólares a las presidenciales del PT –, resulta más evidente la disparidad entre los gastos de las campañas políticas en Brasil frente a los demás países de Latinoamérica. Sin tener en cuenta sus dimensiones continentales, esto se explica por el hecho de que en varios países los partidos no disponen de horarios gratuitos para propaganda en los medios, con lo cual no se crea una necesidad de producir tanto contenido. Aún así, a juzgar por el caso peruano, se puede deducir que con la entrada de los publicistas brasileños el costo de las elecciones ha disparado también para los candidatos locales. “Antes las campañas eran más sencillas y baratas. Los empresarios locales se reunían y decidían cuánto y a quién donar, y los valores eran mucho más modestos”, me dijo un gran ejecutivo habituado a poner dinero negro en campañas del Perú. En la confesión de Santana a la Lava Jato brasileña, uno de los fiscales lo instó a reconocer que la financiación ilegal de las campañas con dinero negro desequilibra la competencia entre candidatos. “Desde luego”, contestó. “Pero todos violan la democracia. Pequeños y grandes, cada cual a su manera. Y se asocian para violarla.”
Tal como a los brasileños, a los peruanos les encantan las telenovelas. Pero aunque este es el entretenimiento más popular, las televisiones no dejan de dedicar bastante tiempo a la política. Durante la semana, la televisión abierta transmite sobre todo entrevistas y debates, mientras los programas de domingo suelen incluir grandes reportajes sobre temas de actualidad nacional. En los últimos meses, la pauta periodística infaltable es El caso Odebrecht. En uno de los programas de debates transmitidos a fines de enero, entre los invitados había un señor de pelo canoso y barba bien recortada, camisa de jean y pantalón caqui, con una riñonera negra acomodada sobre las rodillas. La conductora lo presentó como “Gustavo Gorriti, el periodista que más sabe del caso Odebrecht en el Perú”. Con expresión grave y reconcentrada, detalló las denuncias que viene haciendo desde 2011 relacionadas al sobrecosto de obras públicas y pago de coimas involucrando al gobierno. A cierta altura la periodista le preguntó si no le parecía que la Lava Jato local avanzaba a un ritmo demasiado lento. Sin alterar la voz, Gorriti respondió: “Por la manera como se mueven los fiscales peruanos, parece que se estuvieran entrenando para una competencia internacional de tai-chi-chuan. No puedo entender tanto formalismo y lentitud. Sobre todo si se los compara a los brasileños.”
A sus 69 años y decano del periodismo nacional, Gustavo Gorriti es una figura bastante conocida. Acompaña la política desde los años 70, cuando cubría la guerrilla del Sendero Luminoso, y entró a la historia del país al ser secuestrado en su casa por el Ejército de Fujimori, que trataba de hacerse con su computadora. Fue liberado en un par de días. Tras la caída del dictador, Gorriti trabajó en la campaña de Alejandro Toledo. El día siguiente a la victoria de su candidato, se alejó del presidente y reanudó su actividad como periodista.
Cuando se trata del caso Odebrecht, los colegas consideran a Gorriti toda una autoridad. Sus reportajes se publican en el sitio de periodismo investigativo IDL-Reporteros, financiado por una ong de defensa de los derechos humanos. También escribe para el semanario Caretas, el más importante del Perú, y es columnista del diario español El País. En abril de 2016, a partir de unas pistas encontradas en los Panama Papers, IDL-Reporteros reveló las empresas que Odebrecht usaba como testaferro en Perú para manejar el dinero de los sobornos. Las informaciones trascendidas por Departamento de Justicia norteamericano confirmaron lo que Gorriti y su equipo habían denunciado en sus reportajes.
Además de los medios tradicionales y del IDL, tres otros sitios independientes se ocupan de rastrear noticias sobre Odebrecht en Perú. Hay también redes de periodistas que intercambian informaciones, por e-mail o en teleconferencias –como la Red Latinoamericana de Periodismo de Investigación Estructurado, que Gorriti integra con colegas de Panamá, Venezuela, Argentina y Uruguay, o la Investiga Lava Jato, que reúne a otros veinte periodistas de África y Latinoamérica, incluso brasileños. La Red, que ayudó IDL-Reporteros a encontrar los testaferros de la constructora en Perú, descubrió también 600 mil dólares que había depositado el exsocio de Alberto Youssef, Leonardo Meirelles, en cuentas del jefe de la Agencia Federal de Inteligencia argentina, hombre de confianza de Mauricio Macri. El propio cambista afirmó haber girado ese dinero a mando de las constructoras Odebrecht y OAS.
La tarde que nos vimos en Lima para un café, Gorriti me explicó por qué, a pesar de tantas revelaciones, no consideraba a Lava Jato un acontecimiento definitivo para la política peruana. “Al contrario de lo que ocurrió en Brasil, donde el Ministerio Público y la Justicia divulgan informaciones permanentemente, acá la operación avanzó por presión de los periodistas. Los fiscales son demasiado apegados a normas y secretos.” En su opinión, al no colaborar debidamente con la prensa, el MP se limita a trabajar con la versión ofrecida por la constructora –que considera incompleta–. “La confesión de Odebrecht aporta los datos que le conviene a la empresa ventilar, pero no necesariamente revela todo lo ocurrido. Fíjate que todas las medidas que se han tomado hasta ahora se basan en las revelaciones de la empresa”, dijo.
Al igual que buena parte de los peruanos, Gorriti teme que una eventual operación de encubrimiento, que ya se ha ensayado más de una vez, corte de golpe las investigaciones. Entiende que el MP, jerárquicamente subordinado al presidente de la República, es más vulnerable a presiones que el brasileño, cuya autonomía está garantizada por la Constitución Federal. Por eso él y sus colegas viajan a menudo Brasil, sobre todo a Curitiba, Brasilia o San Pablo, en busca de informaciones exclusivas para que el caso no se enfríe. Últimamente, estas incursiones resultaron decepcionantes. “Los procuradores brasileños se han convertido en estrellas. Ya no reciben a nadie, no necesitan a nadie”, dijo esquinando una sonrisa burlona. Para Gorriti, una de las mayores pruebas de que las investigaciones en Perú aún no se han consolidado es que en la delación de Odebrecht no se menciona al expresidente Alan García.
Ni Gorriti ni ningún otro periodista peruano le creen a Jorge Barata cuando asegura que la constructora no sobornó a García. El Ministerio Público tampoco, y por eso está investigando si el expresidente recibió parte de las coimas que se pagaron por los contratos del metro de Lima. Hasta ahora, que se sepa, no se encontró ninguna prueba concreta. Cuando le pregunté por qué la constructora protegería a un presidente y delataría a otro, Gorriti fue terminante: “Toledo hoy no tiene capacidad de reacción. Es un saco de arena político. Le dan con todo y no puede hacer nada. Con García es distinto. Tiene poder y es vengativo. Odebrecht le debe mucho.”
A pesar de tantos temores y rumores generalizados, a fines de junio la Lava Jato peruana seguía su curso. Desde diciembre, se han detenido a ocho beneficiarios de coimas de Odebrecht, y se emitieron tres pedidos de extradición de prófugos, uno de ellos el expresidente Alejandro Toledo. Hay doce expedientes en curso sobre el “sobornoducto” de Odebrecht, y otros tres que investigan lavado de dinero de Toledo, Humala y Jorge Barata. El 15 de mayo, los investigadores peruanos estuvieron en Curitiba para interrogar a Marcelo Odebrecht y Leo Pinheiro, de la OAS. Odebrecht confirmó las informaciones de Jorge Barata y agregó algunos detalles al relato de su exsubordinado. A fines de junio, los fiscales peruanos aún esperaban recibir la íntegra de las declaraciones de los ejecutivos de la empresa que se tomaron en Brasil, vinculadas a hechos ocurridos en Perú. Las investigaciones tendrán ahora que superar una prueba dura, que es la postura de las autoridades en relación las constructoras locales. El Ministerio Público ya las ha denunciado por participación en el pago de coimas por la Interoceánica. Resta saber si serán inhabilitadas para firmar contratos con el sector público, a ejemplo de lo que se aplicó a Odebrecht.
Un refrán popular muy conocido en Latinoamérica dice que “Dios perdona el pecado, pero no el escándalo”. Durante el par días que estuve en Lima, varios interlocutores recordaron esta máxima en distintas ocasiones para explicar el tsunami político que barrió el continente tras la divulgación de las confesiones de Odebrecht. Uno de ellos fue Jorge Medina Méndez, presidente de la sección peruana de la ong Transparencia Internacional. Ex-ceo de la empresa de auditoría Ernst & Young en Perú, Méndez abandonó el sector privado para convertirse en activista anticorrupción. “No es una novedad para nadie que la corrupción es un problema nacional. Tenemos a varios políticos presos, incluso un expresidente [Alberto Fujimori]. Pero siempre hubo mucha tolerancia.” Méndez recordó que en 2014 un instituto de opinión pública preguntó a los electores de Lima si votarían por un candidato que “roba pero hace obra”. Aunque la mayoría de los encuestados contestó “no” (55,7%), un número muy expresivo de limeños (41%) admitió esa posibilidad. “Del mismo modo, todos siempre supieron que Odebrecht sobornaba a políticos y funcionarios públicos, pero nunca nadie dijo nada. Al contrario, la halagaban, la premiaban”, comentó.
En la buena época, el mismo Pedro Pablo Kuczynski se incluía a sí mismo entre los “amigos de Odebrecht”. Exempresario con una carrera exitosa en el sector de minería y bancos de inversión norteamericanos, fue una especie de garante económico del gobierno de Alejandro Toledo, primero como ministro de Economía y luego como Presidente del Consejo de Ministros.
Por esa época, PPK invitó a Jorge Barata a integrar el consejo de dos ONG que había fundado –Empresarios para el Desarollo y Agua Limpia–. A esta última, la constructora llegó a donar algunas decenas de miles de dólares. Para asesorarse en la disputa por la concesión del Gasoducto del Sur, una obra de 7 mil millones de dólares, Odebrecht contrató la consultora de un socio de Kuczynski. Por conocer estas conexiones, a los ejecutivos de Odebrecht les sorprendió la fuerte reacción del gobierno contra la compañía. A algunos esto les hizo sospechar que –como el propio presidente de la empresa en Perú insinuó en su entrevista– PPK pretendía expulsarlos del país para quitarse de encima la razón de ser de Lava Jato e impedir que las averiguaciones avanzaran sobre su gobierno. Estos hechos, sin embargo, ya eran de conocimiento público, y por otra parte, de ahí no se podía inferir ninguna conexión concreta del actual presidente de la República con el escándalo. Lo más probable es que la ofensiva del gobierno peruano contra Odebrecht refleje los ánimos de la opinión pública. En un momento de baja popularidad, Kuczynski necesitaba dar una respuesta pública que lo alejara definitivamente de la constructora. Y quizás no encontró mejor alternativa que jugar duro contra la compañía.
Ya pasaba de las once de la noche en Lima cuando mi teléfono sonó, anunciando una llamada por WhatsApp desde un número del Perú. El origen de la llamada era insólito: el celular de la ministra de Justicia, Marisol Pérez Tello. Tras varios intentos frustrados de escuchar a los miembros del gobierno de Pedro Pablo Kuczynski, yo había probado un lance desesperado: disparé mensajes a los celulares del presidente de la República, del presidente del Consejo de Ministros y de la ministra Pérez Tello, con unas cuantas preguntas. Quería saber por qué el gobierno peruano había sido más duro con Odebrecht que los de otros países involucrados; quería también que alguien me comentara la insinuación de que PPK pretendía expulsar a la empresa para poner fin a las averiguaciones antes de que el escándalo pudiera atrapar a su gobierno. Pérez Tello fue la única que no se extrañó ante mis mensajes. Exabogada especialista en derechos humanos y excongresista por el partido de PPK, la ministra tiene un estilo enérgico, asertivo, y desde el principio fue una fuerte adversaria de Odebrecht dentro del gobierno. Antes de entrar en el tema, explicó que me llamaba a esa hora porque no quería dejarme sin respuestas, pero que el día siguiente estaría ocupada en reuniones en el ministerio y no podría recibirme. “¿Por qué temeríamos las investigaciones? El presidente no tiene nada a ver con el caso. Los de Odebrecht hablan como si fueran perseguidos, como si no hubieran cometido delitos. Quieren dar a entender que la compañía nos hizo un favor al confesar su culpa. Es como el tipo que te toma el dinero y encima quiere que le agradezcas”, disparó la ministra.
La postura del gobierno refleja un debate que movilizó la opinión pública tras la divulgación de las delaciones: una compañía confesadamente corrupta, que cometió reiterados delitos contra el Estado, ¿merece seguir existiendo? En Perú, donde la ley prevé la figura de la colaboración eficaz solo para personas físicas, no hay experiencia de negociación con empresas. Los parámetros para este tipo de acuerdo se están estableciendo en la práctica, y la idea de que una corporación corrupta sea perdonada con solo pagar unas multas y corregir su conducta aún molesta a muchos peruanos. La ministra de Justicia forma parte de este grupo. “Los daños causados a las estructuras sociales son tan graves que resulta imposible imaginar que Odebrecht vuelva a firmar contratos con el sector público. La compañía acumuló su experiencia y su dinero perjudicando el Estado. Si quiere quedarse, que trabaje con el sector privado.”
Al darse cuenta de que la postura del gobierno peruano tenía buena prensa en otros países del continente e inquietos ante la posibilidad de que sus investigaciones cayeran en descrédito, los procuradores de la Lava Jato brasileña trataron de defender el acuerdo de lenidad frente a plateas latinas. En febrero pasado, en una conferencia que dio en Lima como invitado de la asociación peruana de magistrados, Sérgio Moro hizo hincapié en esa defensa: “Por más graves que sean los delitos, el cambio de postura de las empresas representa un gran adelanto y es una actitud encomiable. Por eso se debe alentar las empresas que deciden colaborar con la Justicia a que reconozcan sus crímenes, y no castigarlas más que las que no colaboran.” Unas semanas después Moro repitió el mismo discurso en Argentina.
A comienzos de febrero, en Brasilia, en una reunión sobre el caso Odebrecht con miembros del MP de catorce países, los procuradores brasileños explicaron que, por fuerza del acuerdo con la empresa, solo pasado junio podrían enviar a los demás países las informaciones que figuran en la colaboración acordada en Brasil, y únicamente a aquellos donde Odebrecht ya hubiera sellado un acuerdo entre el gobierno local. El MP de cada país también debería comprometerse a no demandar a la empresa ni a sus ejecutivos. En un gesto de buena voluntad, los procuradores de Lava Jato incluso cedieron espacio en la reunión para que los abogados de la constructora hicieran una presentación sobre las multas que ya habían pagado y las medidas que estaban tomando para sanear la compañía.
No todos los fiscales extranjeros, sin embargo, se dejaron contaminar por tanta benevolencia. Desde fines de diciembre, cuando se habían dado a conocer las confesiones, los abogados de Odebrecht visitaron todos los países donde la constructora había practicado sus sobornos tratando de sellar sendos acuerdos de delación corporativa, pero solo lo habían logrado en República Dominicana y Ecuador. En República Dominicana, la empresa pagará una multa de 184 millones de dólares; en Ecuador, aunque el acuerdo ya se había sellado, el valor de la multa aún no estaba definido. En todos los demás países, incluso en Perú, la empresa sigue buscando un acuerdo.
Tras sus reveses en el exterior, Odebrecht se vio obligada a rehacer todos sus planes de supervivencia y abocarse a una solución agresiva. De a poco, las demás empresas del grupo se pusieron a vender activos, reestructurar deudas, cancelar negocios y echar empleados. La constructora, sin embargo, sigue siendo la nave insignia. Pero con la caja seca y los activos en Perú congelados, las mejores posibilidades para hacer dinero de pronto se esfumaron. La solución fue buscar una renegociación con los acreedores. Las deudas del grupo ascendían a un total de 40 mil millones de dólares. Los cinco principales acreedores –bndes, Banco do Brasil, Caixa Econômica Federal, Bradesco e Itaú– tenían por cobrar de Odebrecht algo alrededor de 14 mil millones; ya varias veces habían postergado los plazos de vencimiento y querían abatir de la deuda los mil millones de dólares que el grupo había conseguido este año con la venda de Odebrecht Ambiental. Pero los ejecutivos del grupo fueron claros: si los banqueros se hicieran con ese dinero, la constructora se vería obligada a declarar quiebra y entrar en administración judicial. Con ello los acreedores tendrían que entrar en una cola de cobro y la deuda pasaría a figurar como pérdida en los balances de estas instituciones. La banca accedió, y a cambio recibió acciones de la petroquímica Braskem, única empresa del grupo que conserva alguna salud financiera. Cerrado a fines de abril, el acuerdo le dio a Odebrecht aliento para aguantar un año más, según los cálculos de sus propios ejecutivos. Lo que ninguno de ellos sabe es si hasta entonces la empresa encontrará otros medios para recuperarse. Aunque nadie se arrepienta del acuerdo de colaboración con Lava Jato, tampoco se le escapa a nadie lo irónico de la situación, que así la resume uno de los ejecutivos del grupo con los que me entrevisté en los últimos meses: “Hicimos la delación para salvarnos, pero aún no podemos considerarnos libres del riesgo de morir, precisamente por haberla hecho.”