Los 43 que faltan
Cómo un grupo de estudiantes desapareció en un estado dominado por el narcotráfico
Carol Pires | Edição 100, Janeiro 2015
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Traducido por Sérgio Molina y Rubia Goldoni
El día que desaparecerían 43 de sus compañeros, Uriel Alonso Solís se acercaba una y otra vez a la puerta del autobús y se volvía atrás. Estaba indeciso.
Aquel viernes apacible, un grupo de alumnos de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, del pueblo de Ayotzinapa, en el estado mexicano de Guerrero, viajaría a la ciudad de Iguala a hacer “boteo” – como les dicen a las salidas para recolectar fondos con que sostener las actividades de la escuela.
“Me sentía responsable por ellos. En el pueblo, algunos padres llegaron a señalarme por la calle porque había alentado sus hijos a ir”, me explicó Alonso al recordar los detalles de aquella noche del 26 de septiembre de 2014, nueve semanas atrás.
De piel cobriza, ojos aztecas, pómulos pronunciados y cabello abundante, Alonso, como la mayoría de los estudiantes de Ayotzinapa, desciende de campesinos indígenas. Parece más serio que sus compañeros de la Normal Rural. Mientras otros muchachos abren una gran sonrisa cuando algo les hace gracia o les da vergüenza, él casi siempre muestra un semblante austero. Sus cejas espesas también transmiten gravedad a sus 19 años. Pero a diferencia de otros veteranos que se encarnizaban con los “pelones”, Alonso se había hecho buenas migas con varios alumnos de primer ingreso. Decidió subirse al autobús. ¿Y por qué no?
Eran dos vehículos de la empresa Estrella de Oro, que los estudiantes habían requisado hacía un par de días; para ahorrarse el boleto, suelen hacerse con los autobuses y devolvérselos a las empresas después de usarlos. Dejaron Ayotzinapa a las seis de la tarde con casi un centenar de normalistas, todos varones, en su gran mayoría de primer año. Uriel Alonso y otros cuatro eran de segundo. Sólo uno de tercero se unió al grupo.
Los autobuses arrancaron hacia Chilpancingo, la capital del estado, adonde se llega por una angosta carretera que serpentea en medio de una selva tupida y verde, salpicada aquí y allí de flores blancas de los árboles cazahuates. Desde allí tomarían la autopista hacia Iguala, una ciudad histórica de poco más de 100 mil habitantes, la tercera en población dentro del estado de Guerrero.
Los muchachos se habían conocido hacía un par de meses. Para muchos era la primera vez que se alejaban de su pueblo natal y, desde el comienzo de las clases, el 22 de julio, pasaron a convivir en régimen de internado dentro del colegio – “la esperanza de un hogar”, como se dice en su himno– probando un cotidiano de compañerismo.
Uriel Alonso viajaba serio. La víspera, los normalistas habían estado en Chilpancingo haciendo boteo – suelen detener el tráfico para pedir dinero entre los conductores– y la policía municipal los había corrido. Alonso temía que los policías de Iguala también pudieran perseguirlos. Dentro del autobús, los amigos de Alonso insistieron e insistieron hasta lograr que se rindiese a la juerga y por fin también abriera su sonrisa. Así fueron entre cantos y bromas. Tenían energía, alegría, 17, 18, 19 años.
A las seis de la tarde, mientras los jóvenes dejaban Ayotzinapa, la primera dama de Iguala, María de los Ángeles Pineda Villa, presentaba su segundo informe de actividades al frente del Sistema Municipal para el Desarrollo Integral de la Familia. María de los Ángeles es –como lo sabían casi todos– hija y hermana de narcotraficantes del cártel Guerreros Unidos. Planeaba alzar vuelos más altos: pretendía llegar a la presidencia municipal en 2015.
Los Guerreros Unidos son una fracción del cártel de los Beltrán Leyva, que quedó descabezado en vísperas de Navidad de 2009, cuando agentes de la Marina fusilaron a su jefe. Tras la muerte del capo, dos fracciones de aquel grupo entraron en pugna: Guerreros Unidos y Los Rojos. Las dos a su vez disputan el poder local con otro cártel, el de la Familia Michoacana.
Casos como este se multiplican en México y otros países de Latinoamérica. Si antes figuras como Pablo Escobar y el “Chapo” Guzmán controlaban el narcotráfico con poderes de empresarios multinacionales, hoy las bandas criminales están pulverizadas. Sin capacidad de acción hegemónica, viven del narcotráfico en pequeña escala, de extorsiones, secuestros y de sus ejércitos de sicarios.
Por casi todo el país, esos cárteles y ejércitos clandestinos están en simbiosis con la policía y la clase política. En Iguala, eran una sola persona.
A fines de noviembre, una mañana de sábado calurosa y seca, llegué a la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos en una de las –vans piratas– que comunican Chilpancingo, la capital del estado, con Tixtla, municipio al que pertenece el pueblo de Ayotzinapa (“río de tortugas”, en náhuatl). En la misma urvan viajaba una pareja mayor.
Bajamos los tres en la parada frente a la escuela. Desde la carretera arranca una escalera que conduce al fondo de un conjunto de casas –una más grande, de piedra, y varias pequeñas, de mampostería, pintadas de rojo y blanco – construido en una antigua finca. Magdalena, 65 años, acompañaba a su marido, Roberto Callo, de 72. Callo atendía a la convocatoria para una reunión de exalumnos que la radio de la escuela había difundido por la mañana.
Las escuelas normales nacieron en Francia en 1794, inspiradas en el modelo alemán de preparación de maestros para enseñanza primaria. En México, cobraron fuerza con la Revolución de 1910, cuando el país era fundamentalmente rural. A medida que el pri, Partido Revolucionario Institucional, se iba convirtiendo en un poder más institucionalizado y menos revolucionario, perpetuándose en la Presidencia a lo largo de 71 años ininterrumpidos, esas escuelas –de carácter contestatario, marxista– poco a poco se fueron cerrando.
De las 36 escuelas normales rurales que ya hubo en todo el país, hoy solo quedan 17, la mayoría solo para varones, aunque hay también unas cuantas mixtas y femeninas. Al ser tan pocas, son muy unidas. Sobre un cartel al borde de la carretera que rodea Ayotzinapa, los estudiantes pintaron la consigna “Si el gobierno sigue reprimiendo y cerrando las normales rurales, el pueblo tendrá la última palabra.”
Magdalena y Roberto Callo, ambos hijos de campesinos, son del pueblo de Tepechicotlán (“pueblo entre cerros torcidos”), a tres horas de viaje. Él mantuvo a su esposa y a seis hijos con su sueldo de maestro gracias a la formación que tuvo en Ayotzinapa, complementado con un modesto cultivo de frijoles y maíz. Los seis hijos de la pareja Callo tienen carrera universitaria y están empleados. “Me siento muy orgullosa de todos”, comentó la mujer.
Roberto egresó de Ayotzinapa en 1964, en la promoción siguiente a la del alumno más célebre de la escuela, Lucio Cabañas. En aquellos años, los movimientos guerrilleros cundían por toda Latinoamérica; en México, se concentraron en un solo estado, Guerrero. Y de Ayotzinapa salió el principal líder rebelde de la región: Lucio Cabañas, fundador del Partido de los Pobres, que luego se convertiría en una organización de la izquierda armada. La sangrienta ofensiva del Estado contra los guerrilleros quedó conocida como “guerra sucia”.
Hasta hoy día siguen activas en las sierras de Guerrero pequeñas células guerrilleras, como el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente y el Ejército Popular Revolucionario, ambos de orientación maoísta.
En 1962, cuando Cabañas aún estudiaba en Ayotzinapa, el 70% de la población del estado era pobre. Cincuenta años después, un 69,7% sigue en la pobreza. El narcotráfico ocupó el vacío que dejó el gobierno. “Guerrero era el estado ideal”, escribió recientemente el historiador mexicano Enrique Krauze en el diario español El País: “Una geografía accidentada (intrincadas e incomunicadas serranías), una ancestral cultura de la violencia, una sociedad resentida por las secuelas de la guerra sucia y tan pobre –en algunos sitios– como las zonas más depauperadas de África”. Hoy Guerrero concentra el 98% de la producción mexicana de amapola, la materia prima de la heroína.
En esta nueva realidad, la escuela de Ayotzinapa –en su día fue un semillero de guerrilleros de izquierda– está ahora más vinculada a las milicias comunitarias campesinas, conocidas como “autodefensas”. A la entrada de la escuela, la seguridad está a cargo de hombres de esos grupos, que no confían en las policías oficiales –armados, uniformados y con pasamontañas negros que ocultan su identidad.
Señalando los eucaliptus en los cerros alrededor, Roberto Callo me contó que los habían plantado él y unos compañeros de clase cincuenta años atrás. Sobre Lucio Cabañas, que murió en 1974 en un enfrentamiento con el Ejército, comentó: “Era humilde, alegre, tocaba la guitarra. Y era un orador divino. Nos apuntábamos a concursos de oratoria y él se los ganaba todos. Era imposible refutar lo que decía.”
Como líder estudiantil de Ayotzinapa, a comienzos de la década de los 60 Cabañas logró que se aumentara el presupuesto para la alimentación de los normalistas de 3,5 para 6,5 pesos diarios. Hoy cada alumno recibe del gobierno estatal 35 pesos (cerca de 2 dólares americanos) diarios para las tres comidas.
Tras superar la escalinata y llegar al fondo de la escuela, Callo, pelo blanco en contraste con el ocre de su piel, anillo dorado de graduación en el dedo medio de la mano izquierda, miró el frontón del edificio donde vivió desde los 14 hasta los 20 años, y se puso a llorar. Allí una pancarta exigía: “Castigo a los asesinos de los normalistas”.
Desde Chipancilgo en adelante, los autobuses cargados de estudiantes siguieron durante dos horas por la Carretera Federal 95, una de las mejores y más bien conservadas autopistas del país, que comunica Ciudad de México a la turística Acapulco, en la costa del Pacífico.
Los normalistas llegaron a Iguala a eso de las ocho de la noche. En el centro, botearon sin mayores inconvenientes. El dinero recolectado tenía una finalidad precisa: les costearía un viaje a la capital federal el jueves siguiente, 2 de octubre, fecha en que ocurrió la Masacre de Tlatelolco, en 1968. Ese año, en la estela de los movimientos estudiantiles que brotaban por todo el mundo y a pocos días de la inauguración de los Juegos Olímpicos de México, alrededor de 15 mil personas marcharon por las calles de la capital llevando claveles rojos en señal de protesta contra la reciente represión policial a un grupo de estudiantes. Al atardecer, militares y policías armados con tanques y blindados abrieron fuego contra la multitud. El gobierno reconoce cerca de 30 muertos. Grupos civiles afirman que fueron más de 400.
En la escuela rural de Ayotzinapa, los normalistas no solo estudian pedagogía, sino reciben formación política. En los muros y paredes de los dormitorios se ven pintadas las caras de revolucionarios latinoamericanos –Che Guevara, subcomandante Marcos, Lucio Cabañas–, además de retratos de Marx y Lenin. Uno de tantos murales representa a un campesino. “Protestar es un derecho”, dice la leyenda. A su lado, al pie de la imagen de un policía apaleando a un joven, se completa la frase: “Reprimir es un delito”. Querían ir a las conmemoraciones de Tlatelolco para recordar precisamente esto: que la protesta estudiantil es un derecho y la represión policial, un delito.
En la terminal de autobuses de Iguala los normalistas requisaron tres vehículos más, estos de la empresa Costa Line. Pensaban llevárselos a la escuela para poder acomodar a todos los que quisieran ir al df, a cuatro horas de viaje. Los estudiantes siguen la tradición insurgente de Ayotzinapa, pero no son violentos. Las empresas de transporte ya están acostumbradas a esa práctica y suelen entregar los autobuses sin resistir, seguros de que se los devolverán.
El centenar de jóvenes que viajaba en dos autobuses ahora se había repartido entre los cinco que constituían su flota. Los mismos choferes de las empresas conducían los vehículos. Dos de ellos partieron hacia la Escuela Normal por la salida sur de la terminal; los otros tres, por la salida norte. Uriel Alonso iba en coche que cerraba ese trío.
Mientras tanto, en la Plaza de las Tres Garantías, María de los Ángeles Pineda y su marido celebraban con un baile la actuación de la primera dama como secretaria de la Familia. El presidente municipal José Luis Abarca tenía una vieja rencilla con los normalistas. Un año antes le habían grafiteado la sede del ayuntamiento acusándolo de torturar y matar a un líder campesino, el ingeniero Arturo Hernández Cardona –crimen por el que solo respondería oficialmente tras la desaparición de los estudiantes.
De acuerdo con las investigaciones de la Procuraduría General de México, al ser informado de la presencia de los normalistas, el presidente municipal telefoneó al secretario de Seguridad Pública, Felipe Flores Velázquez, que a su vez le ordenó al jefe de la Policía de Iguala, Francisco Salgado Valladares, que detuviera a los jóvenes.
En la salida norte, los estudiantes que iban en el último de los tres autobuses –donde estaba Uriel Alonso– vieron por el retrovisor que los perseguían dos patrullas policiales. Los policías ya disparaban, y un grupo bajó del autobús en movimiento creyendo que serían tiros de advertencia. Cuando los muchachos se dieron cuenta de que el ataque era directo, empezaron a arrojarles piedras que encontraron en la acera. Alonso no volvió al tercer autobús. Corrió y se subió al que a la cabeza, para dirigir la escapada.
“¿Adónde vamos?”, preguntó el chofer de la empresa Estrella de Oro. “A Chilpancingo”, le contestó Alonso. A poco de avanzar, sin embargo, en una zona residencial sobre el cruce de la calle Juan Álvarez con la avenida Periférico Norte, otra patrulla les cerró el paso. Alonso y otros estudiantes volvieron a bajarse del autobús. Fue cuando se toparon con policías municipales armados con fusiles ar-15, que dispararon sin aviso.
Un día antes de conocer a la pareja Callo en la van pirata que nos transportaba a la Normal Rural, yo ya había estado allí. En esa primera visita me habían recibido dos estudiantes, Sergio Bastian Memije, 21 años, alumno de segundo, y Benito Juárez Saldaña, 22 años, de tercero.
La noche del 26 de septiembre no había sido –ambos me explicaron– la primera ocasión en que normalistas de Ayotzinapa se encontraron frente a los fusiles ar-15 de la policía de Guerrero. Al borde de la carretera, poco antes de la parada de vans y autobuses, hay una cruz con las inscripciones “Juan Manuel Huikan Huikan” y “12 de octubre 1988”. Allí, entre los eucaliptos, Huikan Huikan cayó muerto tras recibir un tiro en el pecho, disparado por la policía estatal mientras él y otros normalistas montaban guardia frente a la escuela.
En el patio junto a la cancha de deportes se ve otro homenaje a la memoria de los normalistas Gabriel Echeverría de Jesús y Jorge Alexis Herrera Pino, también asesinados por la policía durante una marcha de estudiantes por la Autopista del Sol, en 2011, para exigir que el gobernador de turno cumpliera su compromiso de aumentar el presupuesto de la escuela.
Las tres ocasiones que nos entrevistamos, Sergio Bastian estaba siempre bien vestido, con ropa deportiva nueva –aunque de marcas falsificadas, como la de otros compañeros suyos– recién bañado y afeitado, pelo engominado. El día que me recibió en la escuela calzaba impecables tenis blancos y usaba la camiseta del seleccionado de Croacia. Es hincha del Cruz Azul y admira al Palmeiras. En el equipo de la escuela, juega de lateral izquierdo. “Quiero ser futbolista y político”, bromeó.
Bastian integra la Casa del Activista, un grupo de estudios de alumnos interesados en política. Recibirse por la Normal Rural fue la manera que encontró para conseguirse un trabajo que más adelante le permita costearse la carrera que en realidad anhela, de arqueólogo o historiador.
A la Escuela Normal de Ayotzinapa –que cada mes de julio abre 140 vacantes– suelen apuntarse 500 aspirantes al año, que responden a un examen de 200 preguntas. Los que aprueban pasan por un periodo de experiencia que consiste en resistir una semana en régimen de cuartel. Levantarse a las cinco de la mañana, trotar, labrar la tierra, pastorear los animales y luego asistir a clases de ocho de la noche a tres de la mañana. A las cinco, todo de vuelta. El que aguanta está dentro.
“Esto es para hijos de campesinos, de gente pobre. Ocurre que en cierto momento empezaron a entrar hijos de burgueses, de funcionarios públicos. Por eso se agregó a los test la labor de campo”, relató Bastian, que adelgazó 3 quilos en sus primeras semanas en la Normal de Ayotzinapa.
Nacido en Coyuca de Benítez, a cuatro horas de la escuela, Bastian solo puede seguir sus estudios gracias a una beca del gobierno federal para jóvenes del campo, que le aporta mil pesos mexicanos al mes (69 dólares americanos). Con este dinero cubre gastos que la Normal no puede amortizar, como los de transporte. A cambio de ello, una semana por mes da clases para niños en Chihuahua, a veinte horas de Ayotzinapa, casi en la frontera con Texas.
A la primera ráfaga de ar-15 que los policías municipales de Iguala dispararon contra los normalistas que trataban de dejar la ciudad por la salida norte, Uriel Alonso bajó los ojos y vio a su amigo Aldo Gutiérrez Solano caído, con un balazo en la cabeza.
“Me tiré al piso y me tuve que arrastrar debajo del autobús, como los militares”, recordó Alonso, sentado en un pretil de la escuela de Ayotzinapa. En el apuro del momento, parte de los muchachos que habían bajado al asfalto regresó al primero de los tres autobuses que seguían en convoy. Otros, como Alonso, permanecieron en el piso, escondidos entre el primero y el segundo vehículos.
Los policías –alrededor de 35, según Uriel Alonso– disparaban uno, dos, tres tiros, y se detenían. Luego lanzaban ráfagas indiscriminadas. Los muchachos gritaban que eran estudiantes, que no estaban haciendo nada de malo. Les rogaban que llamaran una ambulancia para Aldo Gutiérrez.
Agazapado entre los autobuses, Alonso sacó su celular y logró grabar dos vídeos, oscuros y temblorosos. En el primero, de seis minutos, solo se escucha el ruido de los motores y a Alonso que dice: “Estamos grabando, compañeros. ¿Por qué nos apunta?”. En otro momento, desafía: “Apunta, apunta nomás, cabrón, que estoy grabando. Bonito se ven, matando estudiantes… pero si eres bueno para apuntar, cabrón, ojalá lo fueras contra un narco…”
Al fondo, unas voces insisten: “Somos estudiantes”, “Necesitamos una ambulancia para un compañero que está muriendo”, “Que vengan los paramédicos”, “Lo vamos a llevar, pero bajen las armas”, “No tenemos armas, no tenemos armas, no tenemos armas, señor, ten corazón”.
Alonso también usó el celular para pedir socorro. En el número público de emergencia, la operadora parecía no entender su petición. “Me empezó a dar trabas: ‘¿Pero para qué lo quieren? ¿Qué fueron a hacer? ¿De dónde son?’ Me dio rabia, corté y marqué a uno de los compañeros de la escuela”, contó Alonso. El tiroteo duró entre nueve y media y once de la noche.
En medio de los disparos, Alonso alcanzó a ver que unos policías bajaban a varios estudiantes del tercer autobús y los hacían tumbarse en el piso, boca abajo. “Quise entregarme, pero mis compañeros me lo impidieron, me abrazaron y no me dejaron ir”, relató Alonso. También pudo ver cuando se sumaron otras patrullas más grandes. Veintinueve estudiantes que estaban tendidos en el asfalto fueron embarcados con las manos en la cabeza. Solo en ese momento la policía se marchó.
A eso de una de la mañana, los estudiantes publicaron en el grupo de Facebook de la escuela: “Alerta en estos momentos en Ayotzinapa… se sabe de alumnos heridos en un enfrentamiento con la policía… confirmaremos enseguida”. Llovía en Iguala, y los estudiantes que la policía no se había llevado seguían allí, con los autobuses acribillados a tiros, esperando una ambulancia para Aldo Gutiérrez, que solo recibiría socorro a tres horas de haber sido baleado. Permanece en coma, mantenido con vida con asistencia mecánica.
En la Escuela Normal de Ayotzinapa, a los normalistas se les reta a encontrar su vocación. Hay banda de guerra, grupos de rondalla, de bailes típicos, además de equipos de fútbol, voleibol y basquet y un taller de talabartería. Los más serios se reúnen en el equipo de orden, que asegura la limpieza y la tranquilidad entre los muchachos. Los más politizados se apuntan a la Casa del Activista.
A Benito Juárez Saldaña le interesó la comunicación; dirige la radio comunitaria “Voces Nuestras, Voz de Todxs”. “Aquí despiertas. Te enseñan cosas que no se enseñan en otras escuelas”, declaró.
Juárez –cuyo nombre es un homenaje al primer presidente mexicano de origen indígena, aún en el siglo xix– es más bajo y corpulento que los demás, afable, aunque casi siempre con expresión sombría y aspecto cansado. Desde hacía dos meses su rutina se había desquiciado, entre marchas de protesta y viajes por el país para asistir a asambleas estudiantiles.
Como encargado de la comunicación, Juárez también se ocupa de las tomas de radios –invade la sede de las emisoras comerciales y les pide que difundan comunicados. El día que nos conocimos, a fines de noviembre, había entrado en la radio 97.1 fm de la capital estatal Chilpancingo, y los empleados le cedieron media hora de su programación. Al día siguiente, lo recibieron con besos en la mejilla y le dijeron que podría hablar cuánto quisiera. Ocupó dos horas.
Benito Juárez y su compañero Sergio Bastian me guiaron en un tour por la escuela. Pasamos por los diversos dormitorios (cada cual con un nombre: Ratoneras, Cavernas, Los Olvidados y La Gloria), por la cancha, por la cafetería, por los campos de flores moradas, por los chiqueros y pastos, ahora semiabandonados. Terminamos en un amplio parking donde había por lo menos diez autobuses y camiones de multinacionales de alimentos. Eran los vehículos que los estudiantes habían incautado temporalmente para su transporte y para acaparar comida.
Las últimas semanas de noviembre los estudiantes estaban interceptando más vehículos que de costumbre, teniendo en vista la presión política, como me explicaron. Les pregunté si retener a los choferes en la escuela junto con los camiones no los perjudicaría. “No, a ellos les gusta, porque mientras se quedan aquí les ofrecemos de todo, y ellos pueden descansar. Si no estuvieran aquí, estarían cumpliendo largas jornadas”, dijo Benito Juárez. El cielo ya se oscurecía, y los conductores estaban sentados sobre la hierba, charlando.
Al día siguiente, uno de ellos se me acercó, me preguntó de dónde era y me invitó a conocer su estado natal, Morelos, vecino de Guerrero. Al otro día los busqué para averiguar cuánto cobraban mientras estaban allí, pero los choferes me dijeron que los normalistas les habían prohibido hablar conmigo.
“Nos han dicho que usted es periodista, y hasta se sabían sobre qué habíamos platicado”, me dijo uno de ellos. Tras insistirle un poco, me contó que estaba allí hacía cuarenta días, sin poder ver a su familia. Los estudiantes le pagaban 300 pesos (20 dólares americanos) por día, aparte de la alimentación. Si estuviera trabajando cobraría 500 pesos (35 dólares americanos) cada día. Estaba perdiendo tiempo y dinero. No se iría por su cuenta porque la empresa lo responsabilizaría por el camión que abandonara. (En diciembre, empresas y normalistas acordaron el relevo de los choferes; cada uno quedaría diez días a servicio de los jóvenes.)
Periodistas locales llegaron a la salida norte de Iguala sobre la madrugada de 27 de septiembre, cuando los normalistas que habían escapado de ser detenidos esperaban ayuda para el compañero herido en la cabeza. Mientras los reporteros tomaban el testimonio de los estudiantes, unos coches negros y una camioneta roja se les acercaron. De los autos bajaron hombres con el rostro cubierto con capuchas negras, que dispararon ametralladoras calibre .50 y pistolas de 9 milímetros –armas de guerra. Los balazos alcanzaron fatalmente a dos estudiantes: Daniel Solís Gallardo y Julio César Ramírez.
Uriel Alonso se escapó y se escondió a dos cuadras de allí, en un terreno baldío, con cinco compañeros. Permanecieron inmóviles durante cinco horas, en la oscuridad, hasta que otros normalistas acudieron en su auxilio. Los demás estudiantes se ocultaron en casas, hospitales, donde pudieron. Mientras tanto, policías y hombres encapuchados cazaban a los normalistas por toda Iguala.
Un equipo de fútbol de la tercera división, Los Avispones, viajaba de Iguala a Chilpancingo en un autobús de turismo y fue alcanzado por disparos en plena carretera. Murieron un jugador de 14 años y el conductor del autobús. El vehículo cayó a un barranco y varios atletas resultaron heridos. Un ama de casa que estaba dentro de un taxi también murió baleada. Veinticinco personas confundidas con normalistas resultaron heridas en la noche de la masacre.
Luego se supo que los dos autobuses que dejaron la terminal de Iguala por la salida sur también habían sido atacados por la policía. Los estudiantes del segundo autobús escaparon aterrados y lograron salvarse. A los del primero, se los llevaron. En un primer momento, los estudiantes de Ayotzinapa que acudieron a la comisaría y a la Procuraduría de Iguala en busca de los arrestados creían que faltaban 57 compañeros. Sin embargo, varios fueron saliendo de sus escondites. Cuarenta y tres jamás volvieron.
Por la mañana, el cuerpo del normalista Julio Cesar Mondragón, el Chilango, fue hallado al borde de la carretera. Le habían arrancado los ojos y la piel del rostro cuando aún estaba vivo, según el médico legista que levantó su cadáver. Le habían quemado las manos y los brazos con cigarrillos. En la espalda había recibido golpes que se la dejaron marcada. Al mirar una foto suya y fijarse en el polo rojo y la bufanda color café, Alonso pudo reconocer el cuerpo de su amigo. Mondragón tenía 22 años y era el único de los muchachos que ya tenía hijo: la niña Melissa Sayuri, que había nacido quince días antes. Venía de estar un par semanas con la recién nacida y había llegado a Ayotzinapa el viernes, poco antes de que salieran los autobuses.
Los diarios mexicanos suelen comparar los índices de violencia de México y Brasil. En números absolutos, tenemos el récord mundial de asesinatos. En México, los crímenes suele ser más llamativos. En enero de 2009, un hombre fue acusado de haber disuelto 300 cuerpos en ácido por orden del cártel de Tijuana. En agosto de 2010, 72 inmigrantes que trataban de pasar a Estados Unidos fueron ejecutados por el cártel de los Zetas. En noviembre de 2011, a pocos días de inaugurarse de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, la más grande del mundo en español, dos camionetas y un coche fueron abandonados en un puente de la ciudad cargados con 26 cadáveres.
La tortura es el sello característico de los cárteles. Por eso el cuerpo de Julio Cesar Mondragón no fue ocultado como los demás. Era un mensaje. Otra estrategia del terror es la desaparición forzada, que obliga a los familiares a vivir en eterna espera de alguien que no saben si está vivo o muerto.
Damián Arnulfo Marcos tiene 60 años, pero apenas exhibe arrugas o canas. Tiene ojos rasgados, pómulos saltones, labios gruesos y dientes grandes, como su hijo, Felipe Arnulfo Rosa. Como todos los agricultores pobres de su edad, usa camisa de botones y sandalias “huaraches”, de tiras de cuero.
Damián Arnulfo no habla español, solo mixteco, el idioma de la cuarta más grande población indígena de México, tras los nahuas, mayas y zapotecos. Sin entender lo que se comenta a su rededor, Arnulfo vive desde fines de septiembre en la Escuela Normal de Ayotzinapa, en espera de noticias de su hijo. El normalista Felipe había estado con su familia ocho días antes de desaparecer. Le contó a su padre y a su prima, Catalina Madero, que la rutina en la escuela era dura pero que la soportaría para poder estudiar; que algunos muchachos hacían de las suyas, pero que todos lo respetaban. Al fin de la visita, Catalina le preparó unas tortillas para que se las llevara a la escuela.
Catalina Madero vive en el municipio de Ayutla de Los Libres, a cuatro horas de la Normal de Ayotzinapa, y su tío, Damián Arnulfo, en Rancho Papa, un caserío de alrededor de 200 habitantes, adonde se llega tras ocho horas de caminata y tras vadear un río de la serranía. Cada fin de semana, Arnulfo va a Ayutla a vender caña de azúcar.
El viernes 26 de septiembre, sobre las cinco de la tarde, Felipe llamó a su prima desde el celular de un amigo para avisarle que se iba a Iguala. Le pidió que le dijera a su padre, cuando llegara a Ayutla, que necesitaba 200 pesos (14 dólares americanos) para comprarse un par de tenis.
Un ahijado de Catalina, Pedro, también normalista, le llamó a eso de las diez de la noche para avisarle que los estudiantes habían sido atacados en Iguala. El muchacho le dijo que él mismo había llegado a subirse a uno de los autobuses, pero que se había bajado al enterarse de que esa noche habría ensayo de rondalla. Enseguida Catalina telefoneó al celular que Felipe había usado para llamarle, pero nadie contestó.
Tras ser avisado de lo ocurrido, Damián Arnulfo solo logró llegar a Ayotzinapa el lunes. Había llovido mucho en su pueblo, el río se había desbordado. Cuando bajó un poco, Damián cruzó la corriente con el agua por el pecho. Llevaba 3 mil pesos, (207 dólares americanos) recaudados entre parientes y vecinos para pagar la fianza de Felipe. El padre lo hacía en la cárcel, ya que había sido detenido por la policía.
Dentro de la habitación donde dormía Felipe Arnulfo, Catalina halló lo que su primo había dejado atrás: su celular, 800 pesos (55 dólares americanos) de ahorros, tenis, camisas, cuadernos. Al mostrarme esas pertenencias, Catalina descubrió una bolsita verde que aún no había visto. Adentro, unas cuantas tortillas secas, las que ella le había preparado.
Desde el día que se enteró de la desaparición de su hijo, Damián Arnulfo sufre con una inflamación de muela que también le hace doler el oído. El cultivo de caña de azúcar, del que saca su sustento, está abandonado. “No, era su único hijo”, me dijo Catalina cuando le pregunté si su tío tenía otros. “Su único hijo varón”, añadió –una respuesta común entre campesinos, que suelen darle más valor la descendencia masculina. Arnulfo también tiene una hija, de 22 años.
Catalina me traducía lo que su tío contestaba en mixteco. “Felipe era muy colaborador. Era, no: es. Porque creemos que está vivo”, dijo Arnulfo. Padres y madres de Ayotzinapa quieren que siempre se hable de sus hijos usando los verbos en presente. Felipe no tiene novia, es muy tranquilo, ayuda a los vecinos en tareas comunitarias, no tiene remilgos para comer. Su plato favorito es el caldo de carne.
“Nosotros aquí tenemos agua, comida. Pero por la noche, cuando empezamos a platicar, es cuando lloramos. Porque uno no sabe si ellos comen, si toman agua, se les pegan, qué les están haciendo. No sabemos nada”, dijo Catalina con un hilo de voz. Damián Arnulfo seguía sentado a su lado, oídos sordos, mirada extraviada, como el día que él y los demás padres se reunieron durante seis horas con el presidente de México, Enrique Peña Nieto.
Peña Nieto reconquistó la Presidencia de México para el pri en 2012, tras dos gobiernos consecutivos del Partido Acción Nacional, pan, una agrupación de derecha que logró interrumpir siete décadas de hegemonía de los revolucionarios institucionales. Es un joven abogado de porte aristocrático, casado con una actriz de telenovelas. De copete inquebrantable y sangre política, había sido gobernador del estado de México, como su tío y padrino.
Asumió la Presidencia con la promesa de impulsar reformas estructurales en la economía, en la educación y en sectores importantes como el del petróleo, monopolizado por la saqueada estatal Pemex. La prensa internacional le fue bastante favorable. La revista Time le dedicó la portada de una edición reciente describiéndolo como el salvador de México. En 2013, el país resultó la segunda economía latinoamericana que más atrajo inversiones extranjeras, acaparando 38 mil millones de dólares (Brasil recibió 64 mil millones).
El presidente mexicano trató de mantenerse alejado de la masacre de Iguala. Se limitó a pedirle una respuesta al gobierno de Guerrero. A principios de noviembre, dejó el país para viajar a China, sin haber visitado Iguala ni reunirse con los familiares de las víctimas. “Peña Nieto es el primer telepresidente de México”, señaló el escritor mexicano Juan Villoro. “Sus reformas ofrecieron una nueva telenovela nacional, pero demasiado pronto se le atravesó la realidad. Para sobrevivir tendrá que salir de la pantalla y enfrentar lo que está afuera de ella: un país dolorosamente verdadero.”
Luego la prensa mundial también empezó a exigir que el presidente actuara en consecuencia. “Por muy impresionantes que sean las reformas económicas del señor Peña, México nunca logrará alcanzar su considerable potencial sin un sistema de justicia penal honesto y eficiente. Su democracia perderá legitimidad si sus políticos siguen tolerando la corrupción”, publicó The Economist.
No era la primera ocasión en que la realidad interrumpía la telenovela que México pretendía protagonizar. La Masacre de Tlatelolco ya había manchado la imagen del país en vísperas de las Olimpiadas. En 1994, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional se había rebelado en Chiapas por más derechos sociales el mismo día en que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, con Canadá y Estados Unidos.
Peña Nieto se hizo cargo de la interlocución referente al caso Ayotzinapa al ver desinflarse las expectativas sobre sus reformas a la vez que las protestas recibían apoyo internacional. El presidente convocó una reunión con los padres de los normalistas en la residencia oficial de Los Pinos. A Damián Arnulfo le prohibieron entrar con un traductor y no comprendió qué dijo el primer mandatario. Sin embargo, salió de aquella entrevista con una certeza: “Uno se da cuenta por la cara cuando una persona miente”.
A partir del momento en que la policía apartó de sus compañeros a los 43 normalistas y se los llevó, todo lo que se sabe sobre ellos proviene de los informes de la Procuraduría General de la República de México, que la prensa local ha puesto en tela de juicio. Según la Procuraduría, los 43 estudiantes fueron trasladados a la comisaría de Iguala, donde policías de la ciudad vecina de Cocula los habrían recogido y, tras cambiar las placas de sus patrullas, los llevaron a un punto que conduce a un paraje conocido como Loma de Coyote.
Allí los estudiantes fueron entregados a sicarios del cártel Guerreros Unidos. El jefe de los sicarios, Gildardo López Astudillo, avisó a Sidronio Casarrubias, el líder máximo del grupo, que los alborotadores pertenecían a la banda rival, Los Rojos. Casarrubias entonces ordenó su ejecución “en defensa del territorio”.
Subieron entonces a los 43 muchachos a un camión y una camioneta para transporte de ganado. Aún de acuerdo con las investigaciones de la Procuraduría de la República, basada en la confesión de tres sicarios, los llevaron al basurero de Cocula. Según los asesinos, unos quince estudiantes se habrían muerto antes de llegar allí, de asfixia. A los sobrevivientes los bajaron uno a uno, los hicieron caminar un trecho y tumbarse en el suelo, donde los sometieron a un interrogatorio: “¿Son de los Rojos?” “No, somos estudiantes”, les contestaban a sus verdugos. Uno a uno, los mataron con tiros en la cabeza.
Los cuerpos de los muchachos fueron arrojados al fondo del basurero, colocados dentro de un círculo de piedra y amontonados unos sobre otros “como si fueran leña”, en las palabras de uno de los asesinos confesos. Luego les echaron encima neumáticos, leña, gasolina y diesel. La hoguera ardió de la una de la mañana a las cinco de la tarde del 27, cuando los sicarios volvieron, les echaron tierra encima de los restos para enfriarlos y los recogieron en bolsas negras, que luego arrojaron a un río.
Los restos que la policía pudo encontrar estaban tan calcinados, dijo el procurador general Jesús Murillo Karam, que los fragmentos de dientes se deshacían de solo tocarlos. Desaparecían.
El relato del procurador general enfureció a México. El lujo de detalles, la crueldad de los asesinatos y la frialdad de Karam, que al terminar la conferencia de prensa dijo “Ya me cansé”, hicieron que miles de personas salieran a las calles de todo el país. Los manifestantes atestaron el Zócalo, la plaza central de la Ciudad de México. En internet, la conmoción crecía marcada con la hashtag “#yamecansé”. Artistas se unieron a la causa. En la Feria del Libro de Guadalajara, hubo marchas, discursos. Escritores le pedían al público que contara hasta 43. Pruébese contar lentamente de uno a 43: es insoportable.
A la inconformidad social se agregaron importantes revelaciones de la prensa. La primera dama de México –la actriz de telenovelas Angélica Rivera– no hacía mucho había exhibido en una revista de celebridades su espectacular mansión blanca, valuada en 7 millones de dólares. Se descubrió que el inmueble estaba registrado a nombre de una empresa de Juan Armando Hinojosa Cantú, amigo de Peña Nieto beneficiado con gordos contratos públicos.
Las protestas en México evolucionaron de forma similar a las de Brasil en 2013 –irrumpieron puntuales y pequeñas, motivadas por una razón. Aquí fueron las tarifas de autobús. Allá, Ayotzinapa. Y también allá alcanzaron otra dimensión, contra toda la clase política. Si antes, tras cada masacre, los cárteles eran señalados como los malos de la historia, el caso Ayotzinapa hizo despertar a la sociedad mexicana para el hecho de que la violencia está institucionalizada y es difícil saber quién se salva de ese baile macabro.
Los tres principales partidos políticos de México salieron chamuscados. El expresidente Felipe Calderón, del pan, había tomado como bandera la guerra al narcotráfico y convocado al Ejército para combatir los cárteles. En líneas generales, logró que los narcos también se armaran para la guerra –con armas traficadas desde Estados Unidos, el primer mercado mundial de consumo de drogas. Es un mercado que nadie quiere perder. Saldo: 70 mil muertos y 26 mil desaparecidos, según números oficiales.
Peña Nieto trató de adoptar un perfil similar al el del presidente de Colombia, Juan Manuel Santos: alejando el tema de la violencia del discurso oficial, solo mencionaba los cárteles para anunciar la prisión de un líder importante. Así el problema parecería menos grave, y más eficiente el gobierno. Pero, otra vez, la realidad se llevó por delante la telenovela.
Por fin, el Partido de la Revolución Democrática, prd, de izquierdas, que hasta entonces había logrado mantenerse al margen de las denuncias más graves, se vio contaminado por la actuación del gobernador de Guerrero y del presidente municipal de Iguala, ambos cuadros perredistas. Uno de los fundadores y más respetados políticos del partido, Cuauhtémoc Cárdenas, lo abandonó. Sería como si Lula se marchara del pt, o Fernando Henrique Cardoso del psdb.
El gobernador Ángel Aguirre renunció, mientras el presidente municipal José Luis Abarca y su mujer, María de los Ángeles Pineda, fueron detenidos luego de estar prófugos por más de un mes. En México, el índice de impunidad roza los 98%. Quizás haya sido por esta razón, creen las organizaciones de derechos humanos locales, que Abarca calculó que podía desaparecer a 43 personas y salir impune. La policía encontró a Abarca y su mujer en una casa en la periferia de la Ciudad de México, de piso de cemento y techo de chapa, solo con una cama y una mesa, una cortina de papel y unos chuchos en la puerta.
El periodista Diego Enrique Osorno, autor del libro El Cártel de Sinaloa, me ha dicho que el caso Ayotzinapa es un parteaguas en la percepción que tienen los mexicanos sobre la guerra a las drogas. Si hace unos años una caravana por la paz encabezada por el poeta Javier Sicilia –recorriendo estados de México y de Estados Unidos– dio voz a las víctimas, ahora los padres de Ayotzinapa han arrojado luz sobre los verdugos.
“Nadie más cree que este sea un evento criminológico. Se creó una narrativa de que los Guerreros Unidos son un supercártel. ¡Por favor! No pasan de unos pistoleros que trabajan para alguien que tiene poder.” Y añadió que el narco-Estado en que México se convirtió –situación que ha llegado al paroxismo en Guerrero, su estado más pobre– hace que la tragedia de Iguala exija respuestas más complejas que tan solo inculpar a un grupo bandolero.
En sus columnas en diarios y sitios de internet, Osorno insiste en que las averiguaciones incluyan a las Fuerzas Armadas, que en años recientes han perdido prestigio y presupuesto, y que por esta razón podría interesarles una crisis política y social que las recondujera a la línea de frente de la guerra a las drogas. El caso Iguala también desvió la atención de un escándalo histórico para el Ejército: la revelación de que, en julio este año, en un municipio al sur de la Ciudad de México, soldados asesinaron a sangre fría a 22 presuntos narcotraficantes.
En Iguala hay un batallón del Ejército a 300 metros del sitio donde los estudiantes fueron atacados. Con todo el alboroto que hubo allí, ningún militar se acercó a ver qué pasaba. A Osorno lo están amenazando de muerte. A mediados de diciembre, la revista mexicana Proceso denunció que la Policía Federal, que monitoreaba los movimientos de los normalistas, también estaría directamente involucrada en la masacre –lo que la corporación niega. Según la revista, el relato de los sicarios del cártel Guerreros Unidos a la Procuraduría General puede no tener validez, porque habría sido obtenido mediante tortura.
Pese a las declaraciones del procurador general mexicano asegurando que los 43 estudiantes están todos muertos, sus padres no se mueven de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos. Pasado un mes desde la conferencia de prensa del procurador, la madre y el padrastro del normalista Antonio Santana Maestro seguían instalados en la escuela con sus dos hijos menores –Juanito, de 5 años, y Maykop (se pronuncia Michael, pero la madre quiso escribir el nombre a la rusa por haberlo visto así en una enciclopedia), de 6 meses. Cuando llegaron a la Normal Rural, el bebé tenía 3 meses. Llora cuando está mucho tiempo lejos de la cancha de deportes, donde muchos padres pasan el día en espera de noticias. Cree que allí es su casa.
La cancha está rodeada de murales con consignas políticas. Al fondo se ve el verde de las montañas y el anaranjado de las flores de llama-del-bosque plantadas por los alumnos. El himno de la escuela dice: “Ayotzinapa, eres tú gran colorido. De belleza y tradición. Ayotzinapa, siempre tan sonriente. Pero sabes del dolor”. Al pie de una de las canastas de básquet han puesto 43 sillas con las fotos de los normalistas desaparecidos, además de otras cuatro para los tres estudiantes asesinados y el compañero en coma, baleado en la cabeza.
Una tarde de noviembre, Juanito correteaba por la cancha sacando fotos con mi cámara. Hasta que se cansó y me dijo: “¿Me sacas una con mi hermano?”. Abrazó la silla naranja vacía, con la imagen de Antonio, y sonrió hacia la cámara.
Además de insistir en que sus hijos están vivos, los padres plantean muchas dudas sobre la versión de la Procuraduría General. En la madrugada de la masacre, llovió a cántaros en Iguala –27 litros por metro cuadrado. ¿Cómo una pira podría haber ardido por tantas horas? Según especialistas, en un horno profesional, la cremación de cada 45 quilos de masa corporal lleva una hora. ¿Cómo 43 cuerpos podrían haberse pulverizado en menos de un día? ¿Cómo todas esa ceniza podría caber en unas cuantas bolsas de plástico? Puede que hayan matado a algunos en el basurero, pero no a todos, argumentan.
Para las familias, los muchachos pueden estar secuestrados en alguna parte. Los grupos campesinos de autodefensa siguen excavando en los alrededores de Iguala. Ya encontraron treinta cuerpos en fosas clandestinas. Como escribió Juan Villoro, “excavar la tierra en Guerrero es un inevitable acto forense”. Si no son los normalistas, ¿quiénes serán esas personas?
Ezequiel Mora, 63 años, acaba de almorzar arroz y frijoles con tortillas, preparados por voluntarias. Mientras lava los cubiertos que ha usado, me comenta que está esperando a Alexander Mora, 19 años, el menor de sus seis hijos. Viudo, dejó los cultivos de maíz, hibisco, calabaza y frijoles al cuidado de los mayores, y desde entonces está en Ayotzinapa.
Con ojeras profundas marcando sus ojos indígenas, la piel tostada de sol, la camisa abierta sobre el pecho, por donde se asoma un crucifijo de madera, Mora está apenado, pero no llora. Me cuenta que su relación con los hijos –que él prefirió que se criaran con la abuela desde que quedó viudo– es respetuosa pero sin demostraciones de cariño. Nunca los abrazó. Le pregunto por qué. “Así somos nosotros”, dijo.
A Mora siempre le había preocupado que Alexander viviera en la escuela de Ayotzinapa, adonde ingresó en su segundo intento. “Si fuera por mí, no se habría venido, si ya había empezado sus estudios en nuestro pueblo. ¿Sabe lo que se dice, que el ojo del amo engorda el caballo? Cuando uno lo tiene a la vista, está más tranquilo.” El viernes 26 de septiembre llamó varias veces tratando de saber si a Alexander le habían llegado los 500 pesos (35 dólares americanos) que él le envió.
Un señor se nos acercó a avisar que se estaba organizando un grupo para buscar a los estudiantes por cuarteles de Guerrero y en la casa de un exgobernador, que se sospechaba que podría funcionar como guarida de secuestrados.
A los diez días, el 6 de diciembre –transcurridos 71 desde la desaparición de los estudiantes– un equipo argentino de forenses reconoció mediante pruebas de adn al primer normalista desaparecido: Alexander Mora. Los otros 42 siguen figurando como desaparecidos.
Era la tarde de un sábado a fines de noviembre, y Uriel Alonso Solís tenía una espina de pescado clavada en la garganta. Por la mañana había viajado a su casa en Xalpatlahuac (“arenal ancho”, en náhuatl) para comer con su madre, que le sirvió pescado. Como el equipo de Médicos sin Fronteras que atiende en la escuela desde el episodio de Iguala no logró sacársela, Alonso decidió acercarse al centro de atención primaria en la sede del municipio de Tixtla.
“Uno se siente como muerto en vida”, dijo, sentado en el asiento delantero del coche, sin mirar hacia atrás. “A veces me parece que nada más importa, ni siquiera mi propia vida. Ya les dije a los padres: si el trueque fuera posible, me entregaría en lugar de ellos.” Luego se puso a divagar sobre unas alumnas de otra escuela normal que lo habían acusado de autoritario. No era como él se veía a sí mismo, pero ahora pensaba que las muchachas tenían razón.
La cola en el centro de atención era larga. Un amigo de Alonso se acercó a hablarle a un funcionario, y enseguida lo atendieron. Volvió feliz. “Valió a pena. El pescado estaba bueno.”
De vuelta a Ayotzinapa, quiso mostrarme su cuarto privilegiado de miembro del comité estudiantil: piso de baldosas, paredes encaladas, ropero y un pez betta en una pecera. Se echó en la cama –camisa polo gris con el escudo de la escuela y botines de fútbol– e introdujo el asunto: “Una vez una chica me tomó de la mano. Pero me puse nervioso y me aparté”.
Me acompañaba una fotógrafa, y Alonso quiso acercarnos al hotel donde estábamos instaladas, en Chilpancingo, la capital del estado, a un cuarto de hora de allí. Llamó a un estudiante encargado de los transportes y fuimos zigzagueando sierra abajo en una camioneta blanca, doble cabina, nueva, que habían requisado del Ayuntamiento de Aguascalientes.
Alonso iba pasando música en el equipo del coche, mostrándonos sus rancheras favoritas. Estaba enamorado de una chica de su pueblo. Alternaba momentos de temor y de pena, el síndrome del superviviente y dilemas típicos de su edad: un muchacho de 19 años.
“A veces sueño con la noche de la balacera y me despierto empapado de sudor”, nos contó. Hacía ya algún tiempo que no soñaba con los compañeros. La última vez, los 43 se le aparecieron de blanco. Les preguntó si estaban bien, y uno le contestó: “Olvídanos un rato. Queremos descansar”.