Un mural en Santiago: “Necesitamos una Constitución que, a diferencia de la que fue impuesta a sangre, fuego y fraudes por la dictadura, nazca en democracia, de manera paritaria” CREDITO: @PALOMARODRIGUEZ.CL_FOTO DE BASTIÁN CIFUENTES ARAYA (PERIODISTAFURIOSO)_2020
Regreso al futuro
La experiencia radicalmente nueva de Chile
Fernando de Barros e Silva | Edição 187, Abril 2022
Desde Santiago
Traducido por Sérgio Molina e Rubia Goldoni
Con la banda presidencial cruzada al pecho, de traje azul y camisa blanca, pero sin corbata, Gabriel Boric recorrió la Plaza de la Constitución sobre la alfombra roja hasta la entrada del Palacio de La Moneda, sede del gobierno chileno, en el centro de Santiago. Se desvió un par de veces del camino para saludar a la multitud que se agolpaba a ambos lados, tras las vallas. Antes de acercarse a la gente, se sacó una mascarilla del bolsillo de la chaqueta y se la ajustó en la cara. Se tomó selfies, recogió mensajes de brazos que se extendían a través de los barrotes y se detuvo a escuchar lo que una u otra persona le decía en medio del alboroto. El cuidado de ponerse la mascarilla, el gesto de acogida y la atención a lo que el otro dice, reunidos en ese momento, delinean el perfil de un líder político que es exactamente lo contrario de lo que se ve hoy en Brasil.
Después de recibir los primeros honores de la Guardia del Palacio, escuchar el himno nacional y cumplir todos los ritos del traspaso del poder, Gabriel Boric rompió el protocolo. Girando a su izquierda, dejó la alfombra roja y se encaminó hacia el extremo de la plaza para detenerse a pocos metros de la estatua del expresidente Salvador Allende. Con un brazo plegado sobre el pecho y el otro en la espalda, hizo una leve reverencia ante la escultura en bronce de 3 metros de alto. El público exultó. A sus 36 años cumplidos el 11 de febrero, justo un mes antes de su asunción, Gabriel Boric Font ya podía ingresar en el Palacio de La Moneda como el presidente más joven de la historia de Chile.
La juventud por sí sola no significa gran cosa. Es la fase de la vida que se suele asociar al inconformismo y la rebeldía, pero en términos políticos la energía que le es propia puede encauzarse de muchas formas. En Brasil, por ejemplo, las Jornadas de Junio de 2013 y los despliegues que tuvo los años siguientes en las grandes manifestaciones populares por el juicio político de Dilma Rousseff, desembocaron en la emergencia de liderazgos como los diputados Kim Kataguiri y Arthur do Val, alias Mamãe Falei. Originada en el Movimiento Brasil Libre y similares, aquí la institucionalización de las protestas –que habían nacido en grupos de izquierda contra el alza de la tarifa del transporte público– se dio por la derecha, anclada en la retórica de la antipolítica y con rasgos fascistoides. Terminó sirviendo como fuerza de apoyo al candidato ganador de 2018, que tenía (y tiene) a la dictadura militar como su referente histórico y modelo mayor.
(Dicho sea de paso, un modelo imperfecto en la valoración del propio Jair Bolsonaro, que en 1999 había declarado que el régimen “dejó el servicio a medias”, porque tendría que haber matado a “unos 30 mil”, e incluyó en esta lista al entonces presidente Fernando Henrique Cardoso. Un modelo verdaderamente ejemplar, según Bolsonaro, fue la dictadura de Augusto Pinochet, la más atroz de América Latina, que dejó una estela de más de 3.200 desaparecidos o asesinados, alrededor de 40 mil torturados y 200 mil exiliados. “Pinochet hizo lo que debía hacerse”, comentó en 2015 el entonces diputado Bolsonaro, en un programa televisivo.)
El elogio del dictador chileno no es nada casual. En diciembre de 2018, tras la victoria de su padre en la postulación a la Presidencia y antes de su asumir su cargo de diputado federal electo, Eduardo Bolsonaro estuvo en Chile para entrevistarse con líderes de la extrema derecha local. Se reunió con José Antonio Kast, un pinochetista fervoroso, quien tres años más tarde, en diciembre de 2021, vendría a ser precisamente el adversario de Gabriel Boric derrotado en las urnas. En la primera vuelta, Kast pasó a la cabeza con una ventaja muy estrecha sobre Boric (27,9% a 25,8%). En la segunda, terminó superado por el candidato del Frente Amplio por un millón de votos: una diferencia de casi doce puntos porcentuales, en los comicios que tuvieron la mayor participación de la última década, desde que el sufragio voluntario se implantó en Chile, en 2012. Boric recibió el 55,9% de los 8,4 millones de votos válidos.
La izquierda que en diciembre derrotó a Kast está lejos de ser radical – en el sentido de extremista–, pero es radicalmente nueva. Si la expresión “nueva política” tiene alguna substancia, no será para designar el consorcio entre militares, políticos del llamado centrão – el bloque más venal del Congreso–, pastores evangélicos y gente de pistola en mano al que se la suele aplicar en Brasil. Ocurre que Boric es un fenómeno novedoso también en el ámbito de la izquierda. Aún antes de asumir la presidencia, fue uno de los primeros en manifestarse públicamente cuando estalló la guerra en Ucrania. En su cuenta de Twitter, escribió: “Desde Chile, condenamos la invasión a Ucrania, la violación de su soberanía y el uso ilegítimo de la fuerza”. Su intransigencia con gobiernos autoritarios también marcó el día de su investidura. Invitó a la ceremonia a la poeta y novelista nicaragüense Gioconda Belli, opositora del gobierno dictatorial de Daniel Ortega. “Este momento es muy importante para mí y para Nicaragua, porque siento que ha habido un extender la mano […] y reconocer que realmente el que está manejando a Nicaragua no nos representa”, dijo Belli a la entrada de la ceremonia de traspaso del poder. De Brasil, además de Dilma Rousseff representando al PT, estaba presente Anielle Franco, hermana de la concejala Marielle Franco, asesinada en Río de Janeiro en 2018. Anielle viajó a Chile por invitación de Boric.
La nueva política chilena se construyó durante la última década a partir de la toma de las calles, pero especialmente sobre la apuesta de que, con la fuerza de la calle, se debían ocupar los espacios institucionales y cambiar el sistema político desde dentro para alcanzar un lugar consecuente. “Es un caso único en América Latina y quizás en todo el mundo. No tiene nada que ver con la consigna aquella de ‘¡Qué se vayan todos!’. Eligieron el camino de la política, pero fuera de los parámetros de la izquierda tradicional. Atiendo a gente que me busca hasta de Malasia, Indonesia y Tailandia para que le explique mejor qué está pasando en Chile”, me comentó Pedro Abramovay, director de Open Society para América Latina. La victoria de Gabriel Boric y los trabajos en curso de la Convención Constitucional, que deben resultar en la aprobación (o el rechazo) de una nueva Carta Magna chilena aún en 2022, son el punto de llegada de ese proceso.
El punto de partida fueron las protestas que estallaron a partir de 2010, en sintonía con las rebeliones de la Primavera Árabe, que sacudieron Oriente Medio y Magreb con reclamos por democracia, y Occupy Wall Street, en Estados Unidos, con consignas contra el poder financiero y acento anticapitalista.
En aquel 2010, Sebastián Piñera asumía su primera Presidencia. Y por primera vez desde la salida de Pinochet hacía veinte años, Chile volvía a tener un gobierno orgullosamente de derecha, rompiendo la era de la Concertación, como se conocía la alianza liderada por democristianos y socialistas que había hecho posible la transición a la democracia. Cundía en el país un gran descontento social, que se acumulaba desde hacía décadas, ante el costo de la educación. Bajo Pinochet, la enseñanza se había reducido a un negocio privado, y de tanto en tanto los estudiantes protestaban contra los aranceles abusivos y a favor de la escuela pública. Hasta entonces, la ola más grande de estas protestas se había levantado en 2006, que quedó conocida como “Revolución Pingüina”, en referencia al uniforme de los estudiantes de secundaria. Cuando Piñera inició su gobierno, el descontento de los jóvenes volvió a estallar en las calles, ahora con mayor intensidad.
Camila Vallejo integraba el Partido Comunista y era presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECh) cuando empezaron las protestas en 2011. Tenía por entonces 23 años. Giorgio Jackson, un año mayor, presidía la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica de Chile (FEUC) a la misma época. Los dos hoy figuran entre los ministros más importantes de Gabriel Boric. Vallejo ocupa la Secretaría General de Gobierno y se la conoce como vocera, aunque está muy lejos de ser solo una portavoz. El equivalente en Brasil del cargo que ejerce, con algunas diferencias, lo ocupa actualmente el general Luiz Eduardo Ramos, uno de los militares bolsonaristas más atrevidos. El contraste entre las dos figuras no podría ser más grande – y no nos referimos, por supuesto, al piercing que Vallejo lleva en la nariz. Jackson, por su parte, está al frente de la Secretaría General de la Presidencia, homóloga de la Casa Civil brasileña, hoy bajo la avispada batuta de Ciro Nogueira, el director del Centrão.
Tras liderar las movilizaciones estudiantiles, Vallejo, Jackson y el propio Boric (quien en 2012 sucedió a Vallejo en la presidencia de la FECh) fueron electos diputados nacionales por dos legislaturas consecutivas, en 2013 y 2017.
A un mes de la primera elección del grupo, en septiembre de 2013, piauí publicó un perfil de Camila Vallejo. Ya en aquel entonces Giorgio Jackson refutaba la posición que se difundía entre los estudiantes de que sus líderes no deberían seguir la senda de la política institucional. Decía Jackson a la periodista argentina Josefina Licitra:
Hay compañeros que nos critican por querer entrar al Congreso, pero es desde ahí donde se libra la batalla. En el Parlamento, más del 90% van a la reelección, no se quieren ir. ¿Quién va a querer irse? Tenemos que sacarlos nosotros. Metámonos ahí, no regalemos nada. Cuando el gobierno dice que no puede haber educación gratuita en Chile porque no hay plata para eso, decimos ¿cómo que no?: somos un país de 20 mil dólares per capita, sólo es cuestión de hacer una reforma tributaria porque ese promedio de 20 mil dólares sólo lo alcanza menos del 10% de la población de Chile. Y es más: sólo el 1% en Chile acumula el 30% del ingreso nacional. Entonces, claro, cuando se habla de promedio se esconde eso y se dice que en Chile estamos superbien, pero lo escondido es que el 50% de los chilenos gana menos de 500 dólares al mes.
Es precisamente la reforma tributaria la prioridad del nuevo gobierno, su primera batalla en el Congreso. Boric se empeña en hablar de un “pacto tributario” cuando alguien saca a relucir lo de la “reforma”. En una entrevista a BBC, le dio las gracias a la reportera cuando, en su pregunta, esta subrayó que pacto significa “un acuerdo con todos los sectores políticos”. “Qué bueno que lo notes porque es a lo que tratamos de aspirar”, dijo Boric. En su discurso de investidura, que pronunció desde el balcón de La Moneda ante la plaza atestada de gente, fue muy enfático: “Cuando no hay distribución de la riqueza, cuando la riqueza se concentra solo en unos pocos, la paz es muy difícil”.
La verdad es que el “pacto” anhelado por Boric parece ser una realidad lejana. Hoy por hoy, el gobierno no cuenta con los votos suficientes para aprobar su reforma tributaria en el Congreso. El bloque de apoyo a Boric es minoritario en ambas casas legislativas. Y él tiene consciencia de lo que ello puede representar. Como declaró a BBC, “el gran riesgo de nuestro gobierno es no poder afirmar nuestra base social de apoyo más allá de nuestras fronteras actuales. Si nos quedamos solamente con quienes estamos hoy, no vamos a lograr hacer las transformaciones que queremos”.
El nudo por desatar en el Congreso es solo una parte del problema. El gobierno no oculta que el éxito de su programa depende en gran medida de la nueva Constitución. Jackson, el principal articulador político de Boric, es muy claro a este respecto: “Buena parte de las reformas que planteamos tienen como principal obstáculo la actual Constitución. El tener una nueva Constitución es una condición sine qua non para llevar a cabo estas agendas”.
La Constitución vigente es una herencia de Augusto Pinochet. Se promulgó en 1980, tras un plebiscito manipulado por el dictador, con dos objetivos pareados. Uno era legitimar el experimento ultraliberal en curso (uno de los “Chicago Boys” que actuaron en el país a la época fue el ministro de economía de Bolsonaro Paulo Guedes, quien dictaba clases en la Universidad de Chile, entonces bajo intervención militar). El otro era crear herramientas institucionales para impedir que la izquierda pudiera regresar al poder. La democracia, el día que volviera al país, debería ser una “democracia controlada”. El fantasma de Allende y la Unidad Popular espantaba al sanguinario.
Se privatizó el país (educación, salud y seguridad social pasaron a manejarse según la lógica mercantil), se estrangularon los derechos laborales, se crearon los llamados enclaves autoritarios, que aún hoy no han sido desarmados por completo (uno de los engendros que se eliminaron es la figura del senador vitalicio, que había sido forjada expresamente para asegurarle un escaño a Pinochet en el Senado).
El golpe de Estado chileno completará medio siglo en septiembre de 2023. Pinochet permaneció en el poder por diecisiete años, desde 1973 hasta 1990. Tras él y antes de Gabriel Boric, el país eligió a cinco presidentes en siete ocasiones: Patricio Aylwin (1990-1994), Eduardo Frei (1994-2000), Ricardo Lagos (2000-2006), Michelle Bachelet (2006-2010, 2014-2018) y Sebastián Piñera (2010-2014, 2018-2022). Ninguno de los antecesores de Boric tuvo energía, voluntad o fuerza para enterrar la Constitución fraguada por la dictadura. Bachelet tenía este propósito en su segundo mandato. Pero fracasó.
Esa dificultad de sepultar a las dictaduras después de que oficialmente se han extinguido, es un hecho recurrente en Latinoamérica. La ascensión de una figura como Bolsonaro y todo lo que revuelve en las profundidades del infierno brasileño, sacando a flote lo peor del país, o lo que no fuimos capaces de superar como sociedad, es algo que un brasileño (o este brasileño) no logra quitarse de la mente al contemplar la belleza y las incertidumbres del momento político chileno.
Por extraño que pueda parecer, la elección de Gabriel Boric y la Constitución en ciernes aún forman parte de lo que el escritor y dramaturgo Ariel Dorfman llamó “el largo adiós a Pinochet”. El título completo de su libro, publicado hace veinte años, es Más allá del miedo: El largo adiós a Pinochet. Dorfman, un argentino naturalizado chileno que participó del gobierno Allende, escribe bajo el impacto del período que se comprende entre 1998 y 2001, desde que Pinochet es arrestado en Londres, acusado de crímenes contra la humanidad, hasta que la Justicia chilena lo declara mentalmente inhabilitado. Pero el libro va más allá de ese capítulo de la historia chilena, entremezclando, desde una perspectiva muy personal y con prosa de escritor, memorias íntimas, registros periodísticos y reconstitución histórica.
Luego en las primeras páginas, Dorfman relata el momento en que regresó, después de casi veinte años, al Estadio Nacional de Chile, en Santiago, que tras el golpe la dictadura había convertido en un “gigantesco campo de concentración”. Allí el régimen aprisionó e interrogó a miles de disidentes, muchos de los cuales fueron torturados y ejecutados. Dorfman ya había vuelto a Chile en 1983, tras diez años de exilio, pero solo cuando Pinochet dejó el poder tuvo el valor de pisar de nuevo en el Estadio Nacional, “espacio donde había presenciado tantos eventos en los tiempos democráticos anteriores, donde yo mismo había participado de encuentros atléticos escolares”.
Cito:
El 12 de marzo de 1990, el día después de que Pinochet entregara la Presidencia a Patricio Aylwin, el pueblo de Chile llevó a cabo ese acto de exorcismo. Con la Cordillera de los Andes como mudo testigo, 70 mil manifestantes se congregaron en el estadio para escuchar las palabras del nuevo presidente democrático en su primer encuentro con la tierra renaciente, y Aylwin no nos defraudó. En su discurso se refirió a los horrores que habían transcurrido en esa cancha y en esos vestuarios y juró que “nunca más” volvería a ocurrir algo semejante. Más crucial que sus palabras para la limpieza de los demonios de ese estadio fue el acto comunal de duelo que las precedió.
Setenta mil hombres y mujeres callaron repentinamente al escuchar variaciones sobre una canción de Víctor Jara, el cantante asesinado cinco días después del golpe, tocadas sobre aquél césped tan verde por un pianista solitario. Al apagarse la melodía, un grupo de mujeres con polleras negras y blusas blancas emergió, cada una con un cartel que llevaba la foto de su desaparecido. Y entonces una de esas mujeres –una esposa? ¿una hija? ¿una madre?– comenzó a bailar una cueca, nuestro baile nacional; iba bailando toda su inmensa soledad, iba bailando su falta de pareja. Hubo un instante de silencio atónito, y luego la multitud comenzó, al principio en forma tímida y luego con más seguridad, a batir palmas junto con la música, el ritmo salvaje y tierno acompañando esa tristeza, indicando que nosotros también estábamos bailando con los desaparecidos de la historia, con nuestros amores muertos –así era, era así como los íbamos a rescatar de la invisibilidad a la que Pinochet los había relegado.
Leí este pasaje en el avión, camino a Santiago, la noche del 10 de marzo, en vísperas de la asunción de Gabriel Boric. Tres días después, en la mañana del domingo 13, el presidente y todos sus ministros recién nombrados participaron del cierre del “Cambio de Mando Ciudadano”, como el gobierno entrante llamó la ceremonia de traspaso del poder. Se trataba de un espectáculo cultural en La Pintana, una zona pobre a cincuenta minutos en coche del centro de Santiago. El local fue elegido porque sus vecinos suman la mayor concentración de indígenas mapuches en el conurbano de la capital. Se calcula que los mapuches sean alrededor del 10% de la población del país. Originarios de la región de Araucanía, 720 km al sur de Santiago, tienen una historia de resistencia a los invasores que remonta a la llegada de los españoles al continente. Tras la independencia de Chile y con el avance del ímpetu nacionalista, en los albores del siglo XIX, los conflictos arreciaron. Arrancados de sus tierras por intereses económicos o en aras de la unidad territorial, con el paso de las décadas se fueron desperdigando por las zonas urbanas, siempre en condiciones precarias. La contrarreforma agraria impulsada por la dictadura de Pinochet en beneficio de madereros y grandes grupos corporativos agravó aún más las condiciones de vida de los mapuches. Desde la década de 1990, con a redemocratización del país, volvieron a reorganizarse. En muy resumidas cuentas, reclaman la posesión de territorios ancestrales y el reconocimiento constitucional de sus derechos como pueblo indígena. Hoy la pauta mapuche está en el centro de la lucha política de Chile.
En su discurso de investidura, dos días antes del evento festivo en La Pintana, Boric había tomado la defensa de los pueblos originarios: “… algunos decían ‘el conflicto mapuche’. No señores, no es el conflicto mapuche. Es el conflicto entre el Estado chileno y un pueblo que tiene derecho a existir. Y allí la solución no es ni será la violencia. Trabajaremos incansablemente por reconstruir las confianzas después de tantas décadas de abuso y de despojo. El reconocimiento a existir de un pueblo con todo lo que eso implica será nuestro objetivo, y el camino será el diálogo, la paz, el derecho y la empatía con todas las víctimas. Sí, con todas las víctimas. Cultivemos la reciprocidad. No nos veamos como enemigos”.
Era un día soleado, hacía calor y el clima era de fiesta en el Parque Mapuhue, en La Pintana. Un inmenso toldo con los colores del arcoíris, símbolo de los movimientos LGBTQIA+, protegía a cientos de invitados acomodados en sillas de plástico ante la tarima montada en el centro del parque. Sentados en la primera fila, Boric y su novia, Irina Karamanos, atendían a las presentaciones que se sucedían. Impedida de acercarse, por las precauciones sanitarias con la pandemia, una pequeña multitud seguía las presentaciones desde afuera, por una pantalla gigante.
Durante más de dos horas hubo un poco de todo para honrar a las minorías y la diversidad: un poeta mapuche recitó sus poemas en español y mapudungun (el idioma mapuche); dos adolescentes rappers, también mapuches, pasaron su mensaje; la Orquesta Juvenil Municipal de La Pintana se presentó; Violeta Parra fue homenajeada por cantores y cantoras e improvisadores ejecutaron su paya. A cierta altura, durante la presentación de un grupo de música folklórica, Boric fue invitado a levantase para bailar. Y bailó durante algunos minutos, sonriente y torpe, revoleando un pañuelo en una mano. El ritmo que bailaba, como luego me enteré, era una cueca. En circunstancias tan distintas, transcurridas más de tres décadas, aquella escena también era una especie de exorcismo del pasado, como el que había vivido Ariel Dorfman en el Estadio Nacional.
Lo que quedó registrado de aquel domingo, sin embargo, fue un pasaje del discurso de Boric. El día antes, el primero de su mandato, el presidente había participado de un acto ecuménico en la Catedral Metropolitana de Santiago, una “oración por el pueblo de Chile” que congregó a varios credos. Al salir no habló con la prensa que lo esperaba afuera. El día siguiente, cuando subió a la tarima en el Parque Mapuhue, las razones de su silencio quedaron más claras.
“Permítanme decir algo impropio”, dijo el presidente, criticando a continuación la presencia del arzobispo emérito de Santiago, cardenal Ricardo Ezzati, en el evento del día anterior. “Me molestó ver al señor Ezzati. Me molestó ver a gente que ha actuado como encubridora de graves delitos contra los niños”, dijo Boric, en una alusión al escándalo que salió a la luz en 2018, cuando el arzobispo fue acusado de ocultar un sinnúmero de casos de abusos de menores cometidos durante décadas por miembros de la Iglesia Católica chilena. La audiencia reaccionó coreando “Boric, amigo, ¡el pueblo está contigo!”.
Quien camine por las calles de Santiago puede observar las marcas del estallido social que estremeció Chile en 2019. Esparcidas por muchos puntos de la capital, las pintadas son casi omnipresentes en su zona central. Desde la Plaza Baquedano, punto de concentración de los manifestantes, hasta el Palacio de La Moneda, sede del gobierno, se recorren poco más de 2 km por la avenida Libertador General Bernardo O’Higgins, conocida como La Alameda. No hay un solo metro donde no se vea –en muros, paredes, paradas de autobús, cordones de la vereda, canteros, estatuas y sus pedestales que se encuentran por el camino– algún mensaje de los revoltosos. He aquí algunos:
CONTRA EL PATRIARCADO Y EL CAPITAL; ME CAGO EN LA POLICÍA; ¡ABORTO LIBRE!; FUEGO AL FEMINICIDA; LIBERTAD A LXS PRESXS DE LA REVUELTA; ¡HASTA VENCER!; NOS CUIDAMOS ENTRE TODAS; UNIFICANDO NUESTROS PODERES DESDE LA CALLE; EL CAPITALISMO NOS LLEVA A LA EXTINCIÓN DESTRUIRLO ES UNA CUESTIÓN DE SUPERVIVENCIA; LA LUCHA NOS HARÁ LIBRES; NUNCA HABRÁ PAZ; PIÑERA A$E$INO; VAMOS POR LA VIDA QUE NOS DEBEN; PRESXS A LA CALLE; NO ESTÁN SOLOS; FUEGO AL CAPITAL; ABAJO LO BINARIO; CUPO LABORAL TRANS; FUERA EL ESTADO $HILENO; NO TE DUERMAS; LOS PRESOS NO TIENEN LA CULPA; SIN JUSTICIA NO HABRÁ PAZ; LESBIANAS; ¡SOMOS LUZ!; LIBERACIÓN ANIMAL; LUCHAR HASTA VENCER; NI PERDÓN NI OLVIDO; QUIERO SALIR SIN MIEDO; CUANDO LA INJUSTICIA SE HACE LA REBELDÍA ES OBLIGACIÓN; NO ERA PAZ ERA SILENCIO.
En ese museo a cielo abierto que da un testimonio de lo que fue la revuelta social de 2019, algunos rasgos llaman la atención. Quizás puedan resumirse en la primera pintada: “Contra el patriarcado y el capital”. Más que anunciar un nuevo orden, se expresa la rebelión. El malestar y el grito contra el statu quo capitalista prevalecen sobre cualquier imagen de la utopía –la palabra socialismo está prácticamente ausente de los muros–. Por otra parte, el enemigo a combatir no es “la burguesía”, sino “el patriarcado”. La dominación de clase y la dominación de los hombres –en una palabra, la civilización del machismo– son todo uno. La lucha contra las injusticias sociales y la lucha contra la opresión de género se confunden en la constelación de consignas del estallido.
A ejemplo de otras grandes revueltas populares, el levantamiento chileno también empezó de forma localizada. He aquí la escena inicial: a las dos de la tarde del 7 de octubre, un lunes, en la estación del metro Universidad de Chile, un grupo de estudiantes de secundaria se saltó los torniquetes. Fue la forma que encontraron para protestar contra el aumento del precio del boleto, que había entrado en vigor el día antes. El lunes siguiente, día 14, aunque la práctica aún se restringía a los estudiantes de secundaria, ya había cundido por Santiago. En acciones coordinadas a través de las redes sociales, cientos de estudiantes saltaron los torniquetes en varias estaciones simultáneamente. Fue también cuando se empezó a escuchar la primera consigna coreada por los insurgentes: “Evadir, no pagar, otra forma de luchar”.
En el libro La revuelta: Las semanas de octubre que estremecieron Chile, publicado a fines del año pasado, los periodistas Laura Landaeta y Víctor Herrero relatan cómo el presidente Sebastián Piñera fue tomado por sorpresa por los hechos. El 16 de octubre, mientras las protestas se multiplicaban con rapidez, Piñera todavía se jactaba de la situación del país en una entrevista que concedió a un par de periodistas del Financial Times en La Moneda. “Mire a América Latina”, dijo el presidente, mostrando algunos gráficos a los entrevistadores. “Argentina y Paraguay están en recesión, México y Brasil están estancados, Perú y Ecuador en profunda crisis política.” La conclusión de su razonamiento entraría en la historia: “En ese contexto, Chile parece un oasis porque tenemos una democracia estable, la economía está creciendo, estamos creando empleos, estamos mejorando los salarios y estamos manteniendo el equilibrio macroeconómico”.
Un par de días después, el oasis se incendió. Los relatos de lo que ocurrió el viernes 18 de octubre darían todo un Ulysses de Joyce. Ante la escalada de las protestas en varios puntos de la ciudad, ya por la mañana empezaron a circular imágenes de la represión de los Carabineros, la violenta policía chilena, contra los manifestantes. Mientras las escenas de palizas y el uso desmesurado de la fuerza por la policía viralizaban en las redes sociales, diseminando un sentimiento de indignación en la población, Piñera, sus ministros y la clase política en general trataban de repudiar las protestas, tildándolas como actos de delincuentes y alborotadores. También desde la oposición, liderazgos del Partido Socialista y de la Democracia Cristiana refrendaron la retórica del gobierno, condenando las manifestaciones.
A contramano del discurso hegemónico que reverberaba en los medios, un diputado del Frente Amplio tuiteó: “Como Frente Amplio llamamos al gobierno y al presidente @sebastianpinera a revertir el alza del pasaje ya, y a no criminalizar la protesta social. No son delincuentes quienes han evadido, son estudiantes y familias cansadas de abusos. Diálogo ahora, no más represión”. El diputado era Gabriel Boric.
Al fin de aquella tarde, el gobierno determinó el cierre de todas las 136 estaciones de metro de Santiago, por donde pasan 2,5 millones de personas cada día. El caos se apoderó de la ciudad. Por las calles se multiplicaron las barricadas y los focos de incendio, hubo saqueos a supermercados. A las ocho de la noche, estallaron cacerolazos espontáneos por todo Santiago, en una protesta que se repetiría día tras día por varias semanas. Sobre la medianoche, Piñera entró en vivo en cadena nacional de radio y televisión para comunicar que había decretado el Estado de Emergencia en la mayor parte de las comunas de la Región Metropolitana de Santiago. Comunicó asimismo que el gobierno echaría mano de la Ley de Seguridad Interna del Estado (equivalente a la Lei de Segurança Nacional en Brasil) para arrestar a los autores de los “graves desórdenes, saqueos y actos vandálicos”. En la mañana del sábado empezaron a brotar manifestaciones en otras ciudades de Chile. El terremoto social se había instalado en el país.
El saldo de los meses de estallido es brutal. Treinta y tres personas murieron, 22 de ellas en Santiago. Algunas de las víctimas murieron carbonizadas o atropelladas. Hasta hoy día hay controversia sobre la responsabilidad de la policía en algunos casos. Más de 25 mil personas fueron detenidas y alrededor de mil dijeron haber sido torturadas. Se estima que 3,4 mil manifestantes resultaron heridos, de los cuales al menos 347 sufrieron lesiones oculares. Cinco personas perdieron totalmente la visión. Casi todos los casos se registraron entre octubre y noviembre. Aún hoy, 77 personas siguen presas.
Fue también durante las protestas que tomó cuerpo el reclamo tantas veces defraudado por una nueva Constitución. El descontento difuso de las calles halló en la Carta fraguada por la dictadura y con fuerte tónica liberal un excelente enemigo a combatir. El 15 de noviembre, tras semanas de crisis aguda y mucha negociación, el gobierno aceptó firmar el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución. Gabriel Boric, que había participado intensamente de las conversaciones, figuraba entre los firmantes del documento. Más de setenta militantes de Convergencia Social, su partido dentro del Frente Amplio, renunciaron a la agrupación como forma de protesta. Para muchos manifestantes, el acuerdo era una capitulación.
En octubre de 2020, cuando se cumplía un año del estallido, los chilenos decidieron en plebiscito que sí querían una nueva Constitución para el país. La aprobación fue enfática, apoyada por casi 80% de los electores. En mayo de 2021, fueron electos los miembros de la Convención Constitucional, con la finalidad exclusiva de entregar una nueva Carta Magna al país. Empezaron a trabajar en julio del año pasado y tienen hasta el 4 de julio de este año para presentar el texto final. Es un plazo muy apretado para una tarea tan compleja. Pero el problema no termina ahí. Para que sea efectivamente ratificada, sepultando la Constitución de Pinochet, la nueva Carta deberá ser aprobada en plebiscito por el pueblo chileno. El “plebiscito de salida”, como se le llama, deberá celebrarse en septiembre, en una fecha aún por fijarse. Muchos convencionales constituyentes defienden que la votación se realice el 11 de septiembre, cuando se cumplirán exactos 49 años del golpe de Estado que asesinó a Salvador Allende. El largo adiós a Pinochet llegaría entonces a un final feliz.
Existe, desde luego, la posibilidad de que la nueva Constitución sea rechazada por los chilenos. Sería la ruina para el gobierno Boric. Un gobierno que en realidad empezó antes de ser electo, que nació del estallido y del proceso constituyente que resultó de aquellas protestas. Y que corre el riesgo de terminar en pocos meses si el cambio constitucional naufragara. Hoy esta hipótesis es considerada muy improbable por casi todo el mundo. Uno de los constituyentes recorrió a la metáfora del río que desemboca en el mar para describir lo inexorable del proceso, como si tal desenlace tuviera la fuerza de las leyes naturales. La extrema derecha, sin embargo, no piensa así. José Antonio Kast y sus adherentes trabajan a diario por el rechazo. Solo en septiembre sabremos si el barco de la reacción de hecho sucumbirá a la fuerza de la corriente.
Boric tiene plena conciencia de lo que está en juego. Tanto que dedicó al tema un pasaje importante de su discurso de investidura:
En este primer año de Gobierno también nos hemos impuesto como tarea acompañar de manera entusiasta nuestro proceso constituyente por el que tanto hemos luchado. Vamos a apoyar decididamente el trabajo de la Convención. Necesitamos una Constitución que nos una, que sintamos como propia, una Constitución que, a diferencia de la que fue impuesta a sangre, fuego y fraudes por la dictadura, nazca en democracia, de manera paritaria, con participación de los pueblos indígenas, una Constitución que sea para el presente y para el futuro, una Constitución que sea para todos y no para unos pocos.
Y luego hizo un llamamiento:
Los invito a que nos escuchemos de buena fe, sin caricaturas, tomémonoslo en serio, de todos los bandos. Nos lo digo a nosotros mismos también, escuchemos de buena fe, sin caricaturas, para que el plebiscito de salida sea un punto de encuentro y no de división y podamos aquí, junto al pueblo, firmar por primera vez en la historia de Chile una Constitución democrática, paritaria, con participación de todas y todos.
Hay una gran discrepancia entre el perfil de la Convención y el perfil del Congreso chileno. Ante todo, por la correlación de fuerzas – las izquierdas prevalecen con amplio margen en la Convención–. “Fue como si el éthos del estallido hubiera invadido las urnas”, declara la historiadora Joana Salém Vasconcelos, autora de una tesis doctoral sobre la cuestión agraria en Chile. “La derecha había presentado muchos candidatos a la Convención. Simplemente no fueron votados”, añadió.
A mediados de 2021, poco antes de que los convencionales iniciaran sus trabajos, Salém Vasconcelos escribió, en colaboración con el historiador Luan Aiuá Fernandes, un artículo intitulado “As ruas foram eleitas, e agora?” [Las calles fueron electas, ¿y ahora qué?]. En este texto sostienen que la composición de la Convención reflejaba “no solo el afán de sepultar de una vez por todas la Constitución de 1980, sino también un claro descontento con las organizaciones partidarias, sobre todo las que habían gobernado Chile en las tres décadas anteriores”.
De hecho, de los 155 escaños de la Convención Constitucional, el bloque de derecha obtuvo solo 37 (24%). Muy por debajo del anhelado tercio que les otorgaría el poder de veto, ya que el texto deberá ser aprobado, en todas sus etapas, por dos tercios de los convencionales. El bloque de centro, que congregó a las mentadas “organizaciones partidarias” que gobernaron Chile en los últimos treinta años, salió aún más quebrantado, con solo 25 asientos (16%). Un tremendo fiasco, cuando se considera que allí se incluyen, entre otras agrupaciones, la Democracia Cristiana y el Partido Socialista, los grandes artífices de la Concertación. Por su parte, el bloque de izquierdas, que congrega el Frente Amplio de Boric y el Partido Comunista de Camila Vallejo, más los candidatos independientes, todos gauches pero sin vínculo partidario, se hicieron con 76 escaños, equivalente al 49% de los convencionales. A estos se suman además los 17 representantes de los pueblos originarios (11%), incorporados al proceso por una ley que se creó para atender a las presiones de la calle.
Sobre este punto, Salém Vasconcelos y Aiuá Fernandes escriben en su artículo:
Entre los convencionales de los pueblos originarios, una de las victorias más representativas fue la de la líder mapuche Francisca Linconao, la más votada de este grupo. Había sido arrestada y procesada en varias ocasiones, entre 2013 y 2017, bajo la acusación de terrorismo por liderar la lucha contra la usurpación de las tierras indígenas en la Araucanía y la destrucción de bosques nativos por grandes corporaciones de la madera. Ahora, la machi [sinónimo de chamán] es una de las representantes indígenas que escribirá la nueva Constitución, abriendo caminos para la creación de un Estado plurinacional y haciendo justicia a las banderas levantadas masivamente en el estallido social.
Sumados, las izquierdas y los pueblos indígenas controlan el 60% de la Convención, un número muy cercano de los dos tercios necesarios para aprobar sus propuestas. La negociación se da, por supuesto, con las fuerzas del centro, minoritarias pero decisivas.
Y hay más: también quedó definido por ley que la Convención debería componerse con exacta paridad de género. Es decir, son 77 mujeres y 77 hombres trabajando en el proyecto del nuevo ordenamiento jurídico del país (un convencional renunció a su cargo y su vacante no fue llenada). Pensemos, por contraste, en Brasil. Pensemos en el gobierno Bolsonaro. En el gobierno Michel Temer. Pensemos en la izquierda del país y en la dificultad que enfrentan las mujeres para ocupar espacios políticos dentro de los partidos presuntamente progresistas. Lo que se ve en la Convención Constitucional chilena es una suerte de revolución.
“Es muy impactante ver un espacio político con tantas mujeres y personas tan jóvenes. Tan diferente de todo lo que he visto en Brasil”, relató la profesora de derecho constitucional Ester Gammardella Rizzi, de la Escuela de Artes, Ciencias y Humanidades de la Universidad de São Paulo – Zona Este (USP–Leste), en uno de los artículos sobre Chile que viene publicando en la web Consultor Jurídico. Rizzi pasó dos semanas de febrero en Santiago para observar desde cerca los trabajos de la Convención, que se desenrollan en el palacio del ex Congreso Nacional de Chile, desactivado tras el golpe en 1973. “A la hora del almuerzo, muchos constituyentes se sientan en el césped, en grupos, para comer lo que trajeron de casa. Hay un clima universitario, nada que ver con la imagen convencional de la política”, me comentó Rizzi. Por otra parte, añadió, “cuando están en las comisiones o entran en el salón del plenario son sumamente serios, concentrados, casi graves. Parecen incorporar la idea de que están escribiendo la historia del país”. Esa estada en Chile reforzó en Ester Rizzi una convicción polémica que la investigadora ya alimentaba: “La Convención Constitucional es más importante que el gobierno Gabriel Boric”.
En realidad, las cosas parecen muy imbricadas. De los 24 ministerios del gobierno, 14 son encabezados por mujeres. “El clamor feminista y su lucha por la igualdad”, mencionado por Boric en el discurso de investidura, es un tema central para la actual gestión. No se trata solo de cumplir cupos de participación femenina. Tampoco de ostentar cupos forzando la presencia numérica de mujeres en cargos de primer nivel jerárquico. La lógica aquí es otra. El feminismo no es un asunto de ministras, es parte esencial de la identidad y el proyecto político del nuevo gobierno.
La médica Izkia Siches es la primera mujer en ejercer el cargo de ministra del Interior y Seguridad Pública. Además de ocupar la cima de la cadena de mando de las policías, Carabineros incluidos, Siches en la práctica es también la vicepresidente (no hay elección de vice en Chile). En su cuenta de Twitter, se presenta como “feminista”. El Ministerio de la Defensa, al que están subordinadas las Fuerzas Armadas, también es dirigido por una mujer. Y no cualquier mujer, sino Maya Fernández Allende, una de las nietas de Salvador Allende. Es decir, el brazo armado del Estado chileno está bajo el mando de dos mujeres. Maya Allende también se presenta en Twitter como “feminista”. Así como Camila Vallejo, que el día del cambio de mando declaró estar “orgullosa de formar parte de un gobierno feminista”.
El periódico El Mercurio, un vehículo conservador de gran circulación en Chile, le preguntó a la ministra de la Mujer y la Equidad de Género, Antonia Orellana, el pasado 20 de marzo: “¿Está de acuerdo con la aprobación del aborto libre en la Convención?” Su respuesta: “Por cierto. Estoy de acuerdo con que la Constitución consagre los derechos sexuales y reproductivos, como el aborto”. La legalización del aborto fue aprobada recientemente en una de las comisiones de la Convención, pero aún depende de la votación final.
El Ocho de Marzo, Día Internacional de la Mujer, la novia de Boric, Irina Karamanos, había publicado en su Twitter una imagen de la marcha de mujeres que inundó la avenida Bernardo O’Higgins, La Alameda, en el centro de Santiago. En la foto que acompaña su tuit, se la ve con mascarilla al lado de otras mujeres, todas también con mascarilla, sosteniendo una inmensa pancarta con una frase de la chilena Julieta Kirkwood, precursora de los estudios de género: “Democracia en el país, en la casa y en la cama”. Las compañeras de Karamanos presentes en la marcha eran siete de las catorce futuras ministras del gobierno Boric: Izkia Siches (Interior), Camila Vallejo (Vocera), Maya Fernández Allende (Defensa), Antonia Orellana (Mujer y Equidad de Género), Jeannette Jara (Trabajo y Seguridad Social), Julieta Brodsky (Cultura) y María Begoña Yarza (Salud). Todas serían nombradas tres días más tarde.
(El día que llegué a Santiago, al ver la imagen que Karamanos había tuiteado, quien me vino a la mente no fue la primera dama de Brasil, Michelle Bolsonaro, ni la ministra de la Mujer, la Familia y los Derechos y Humanos, Damares Alves. Pensé sin querer, pero de manera irrefrenable, en Augusto Aras, el fiscal general de la República, siempre muy afinado, incluso en momentos festivos, con el espíritu del gobierno que debería investigar. En un evento conmemorativo del Ocho de Marzo promovido por el Ministerio Público, Aras había declarado: “Es un día de homenaje a la mujer. A la mujer en el sentido más profundo de su individualidad, de su intimidad. A la mujer que tiene el gusto de elegir el color del esmalte con que prefiere pintarse las uñas. A la mujer que tiene el gusto de elegir los zapatos que se va a calzar”. Y volví a mirar la pancarta de las chilenas: “Democracia en el país, en la casa y en la cama”. Fin del paréntesis.)
El 11 de marzo, Karamanos también se convertiría oficialmente en la primera dama de Chile. En más de una ocasión había dicho que consideraba esa expresión “clasista (primera) y machista (dama)”. Después de pensarlo mucho, decidió aceptar la función, pero a su manera. “Asumir el cargo de primera dama no significa legitimarlo. Y si lo rechazamos, el problema tampoco se desbloquea. Lo que se necesita es rediseñarlo para asumir un lugar político distinto del espectro conservador, que ve a la mujer en un rol de caridad, de acompañante, bajo una idea heterosexual del vínculo con el presidente”, declaró a El Mercurio.
Antropóloga, socióloga y politóloga licenciada por la Universidad de Heidelberg, Alemania, Karamanos también estudió diversidad lingüística en un curso a distancia de la Universitat Autònoma de Barcelona. Tiene 32 años y milita en Convergencia Social, el partido de Boric. Además de español y alemán, habla también inglés, griego, indonesio y está estudiando kawésqar, un idioma indígena del sur de Chile muy poco conocido.
“Con Gabriel compartimos un proyecto político, compartimos la curiosidad, conversamos largamente siempre, pero también compartimos mucho la alegría interna. La imaginación es algo que se gatilla cuando estamos juntos”, dijo Karamanos en la misma entrevista. Difícilmente Chile encontraría una pareja tan sintonizada con el espíritu del estallido.
El discurso de Boric en La Moneda ya estaba avanzado cuando mencionó los eventos de octubre de 2019: “… de las movilizaciones venimos. Hoy día estamos acá, pero no nos olvidamos de dónde venimos. Vamos lento porque vamos lejos. […] Es central que ustedes se hagan parte de este proceso”, dijo ante la multitud. La idea de que gobernar es un proceso resurge a cada dos por tres en su alocución. Va de la mano con su obsesión de que es preciso escuchar, dialogar, construir juntos:
No podemos hacerlo solos. Desde este lugar quiero hacerles a todas y a todos un llamado: que nos acompañemos en esta tarea. Caminemos juntos la ruta de la esperanza y construyamos todos el cambio hacia un país que sea digno y justo. Dignidad, qué palabra tan linda. Lo construiremos paso a paso con la sabiduría de quien sabe que los cambios que duran son los que tienen sustento en el conocimiento acumulado y que son respaldados por grandes mayorías.
En boca de otro político, esas palabras sonarían a pura demagogia. No es esta la sensación que transmite Boric:
Quiero que sepan que yo, como presidente de Chile, y nuestro Gabinete, nuestros equipos no le haremos el quite a los problemas, vamos a explicar, vamos a hablar con ustedes para contarles el porqué de nuestras decisiones, para que sean parte, también, de las soluciones. Y eso requiere, también, cambiar de alguna forma la relación que se tiene con las autoridades. Las autoridades no pueden ser inalcanzables; queremos ministros en terreno, en la calle, estando con el pueblo.
Y prosiguió:
Escuchar, no estar escondidos. Y para eso es importante que también haya reciprocidad. ¿Y a qué me refiero con eso? A que la relación con las autoridades no sea una de consumidores, que trabajemos juntos, que seamos ciudadanos y que este sea el Gobierno del pueblo y ustedes lo sientan como su Gobierno, de todas y todos los chilenos y chilenas.
Hacia el final, reconoció la excepcionalidad del momento histórico:
El mundo nos está mirando. Quiero decirles, chilenos y chilenas, que el pueblo nos está mirando, el mundo nos está mirando, y estoy seguro de que también ven con complicidad lo que está pasando en Chile. Tenemos la oportunidad de ir aportando humildemente a la construcción de una sociedad más justa. […] Como pronosticara hace casi cincuenta años Salvador Allende, estamos de nuevo, compatriotas, abriendo las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, el hombre y la mujer libre, para construir una sociedad mejor. Seguimos. ¡Viva Chile!
Entonces Karamanos se asoma al balcón y se pone al lado de Boric, levantando un brazo con el puño cerrado. Ambos sonríen, ella comenta algo al oído de Gabriel, se besan, siguen sonrientes, visiblemente emocionados. Se pasan algunos segundos contemplando en silencio a la gente en la plaza, que corea “Boric, amigo, el pueblo está contigo”. Gabriel Boric cruza las manos sobre el pecho, como si abrazara a la multitud, y curva levemente el torso, repitiendo el gesto que había hecho ante la estatua de Allende. Es su última imagen antes de desaparecer en el interior del palacio.